Sumergirte en la lectura de una novela, cuando es una novela que merece la pena y además es larga, tiene algo de mudanza. En mi caso, que leo todos los días, en un rito que intento salvaguardar de las obligaciones y los compromisos, se trata de una mudanza a plazos. Compartimento el tiempo del día entre las distintas tareas obligadas y aguardo el momento de la lectura con la misma ilusión con la que dejo atrás mi casa cuando emprendo un viaje. El empeño tiene algo de ese vicio del fumador que va encendiendo un cigarro con la colilla del precedente. Estoy apurando una novela, sin querer que se acabe, y ya estoy planificando cuál será la vendrá a ocuparme. A veces necesito un respiro para sacudirme la atmósfera del libro en el que he estado inmerso durante semanas; aunque también, a veces, unas pocas horas de maravillosa intensidad. Y anoto siempre con lápiz, al final, en la cortesía blanca, última, del libro, las citas de ciertas páginas que me han impresionado, sorprendido o sobrecogido. Observo ahora la foto gris de la portada, sopeso el volumen que acabo de terminar, lo sobo y recuerdo el momento en que me topé con él en el expositor de Librería Popular, el tiempo que aguardó en la estantería a que le llegara el turno y las semanas que me ha acompañado en la mesilla. “Vida y destino”, el novelón de Vasili Grossman, me ha tenido más de un mes viviendo en la Segunda Guerra Mundial con el centro de operaciones en Stalingrado, no como observador externo que huele solo la pólvora y los cadáveres, sino como testigo directo de lo que sucede en el ánimo de los personajes, sintiéndome también yo mismo personaje, el personaje lector. “Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña”, como descubre al despertar una de las extraordinarias mujeres que van hilvanándose en la historia, en la que se mezclan y confunden tantos actores que el editor incluye una relación aclaratoria que ocupa siete páginas, pero que al menos yo no echaba de menos, porque la realidad es así, confusa, como la describe Grossman, simultánea, inabarcable. Había leído alguna reseña elogiosa de Muñoz Molina, en cuya estremecedora “Sefarad” hay retazos del mundo de Grossman. También la aconsejaba Cercas. Un colega del instituto me dijo que era la “Guerra y paz” de la Segunda Guerra Mundial. Todo ello es cierto. Aunque, como en todos los mundos cerrados, puede que cueste entrar. Yo iba adentrándome en la oscuridad de aquellos tiempos, comprimidos entre el desafuero nazi y la sinrazón estalinista, había tomado algunas notas, cuando de pronto caí de lleno, sin paracaídas, sin sosiego posible, en la carta estremecedora con la que una mujer narra el cambio fatal en su destino desde la página 94 y siguientes, donde esboza su despedida con una entereza y una resignación que apabullan. En capítulos posteriores, con una dignidad trazada a pulso, el autor nos introduce en el campo de exterminio desde todas las perspectivas posibles, incluidas las de los verdugos. Son episodios en los que uno a la vez cerraría los ojos y se niega a cerrarlos. No es menos espeluznante el modo insidioso, destructivo, con que el régimen de Stalin desorganiza el bien y el mal en la mente de los ciudadanos: “¿Qué es lo que trato de decir? ¿Qué soy un hombre con dos conciencias, o que hay en mí dos hombres, y cada uno tiene su propia conciencia?” Y en medio de este escenario, la bondad sigue existiendo y la generosidad, tanto mayores cuanto menor es la esperanza de sobrevivir de las personas. Y, por supuesto, el amor: “La amaba más que a su pasado”. La vida, más fuerte que todas las atrocidades. La vida rebrotando desde las costuras deshilachadas y llenas de piojos de todos los muertos y deportados y depurados. La vida, más fuerte que la mezquindad de los sistemas. La vida reactivándose en las últimas páginas, tristes, líricas, memorables, del libro. Lo cierro. Miro a mi alrededor y algo ha cambiado. No soy el mismo que al empezar. Vasili Grossman: Vida y destino. Debolsillo.
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