Yorick, sin problemas


El otro día presentamos en «El nido del Arte» el número 9 de la revista literaria «El problema de Yorick», del incansable Eloy M. Cebrián y el invisible Antonio García Muñoz. Estos actos suelen tener un alto componente emocional porque los escritores no acostumbramos a compartir en voz alta los resultados de nuestra brega solitaria más que cuando conseguimos engañar a un editor y que nos publique un libro. Si nos juntamos es para hablar de otras cosas, sobre todo de cotilleos sobre gente que escribe, mucho más que del contenido de lo que la gente escribe. Una revista es más que una excusa, invita a compartir. De hecho obliga, especialmente si el director de la publicación nos reclama, porque para eso hemos aportado nuestro granito de arena. Yo digo siempre que las revistas constituyen un género literario colectivo, cuyo resultado depende mucho de la habilidad del que coordina para conseguir textos buenos de gente solvente, sorteando en la medida de lo posible los compromisos de amigos y conocidos menos dotados. Se trata de mezclar luego los textos con tacto para que unos se ayuden a otros, se contagien de ritmo, conforme va pasando por ellos el lector. Y de envolverlos para que entren por los ojos y te ganen, labor esta última que excede el campo de la literatura y que convierte al género en un mestizo de las artes gráficas. Una labor por cierto que en Yorick también capitaliza Cebrián, que se lo guisa y se lo come todo, como Charles Chaplin en sus películas. Encima, no tiene mucho sentido reunir textos viejos, con lo que has de ingeniártelas para rastrear escritos originales, no publicados previamente. No te queda otra que encargárselos a los autores, pero este método te impide sopesar la calidad de las obras antes de tenerlas en las manos, cuando ya no hay vuelta de hoja. A ver quién es el guapo que le devuelve un cuento a un autor porque le parece impropio de su revista. Estoy hablando, claro, de revistas en las que el objetivo es crear una obra de arte coral y lo más hermosa posible, no de otros tipos, igualmente dignos, más centrados en ofrecer un vehículo de expresión a un grupo de amigos, casi siempre jóvenes, o en acumular firmas prestigiosas y de personas influyentes, sin preocuparse de lo que perpetran, porque importa menos la calidad que granjearse apoyos para trepar y colocarse mejor en los círculos literarios. Todo es legítimo y quienes llevamos una temporada ya más o menos larga escribiendo lo hemos probado en mayor o menor medida. Sin embargo el flamante número de Yorick es más de los que buscan la belleza en equipo de que de las otras dos variantes que he mencionado. Bien es verdad que los amigos de Eloy tenemos la natural sospecha de estar ahí más por andar cerca que por aportar calidad al conjunto (una sospecha por otro lado con la que hemos de convivir todos los que escribimos y, por extensión, todos los que se dedican a la creación, con lo que al final uno prefiere cerrar los ojos y disfrutar). Por ejemplo, la cubierta le pone imagen a la revista, pero sobre todo homenajea al tristemente desaparecido Juan José Gómez Molina. Es un enigmático depósito de chatarra, elevado sobre una colina, en medio de una atmósfera cárdena de atardecer o de incendio. Es un acierto hasta el título del cuadro: «Un lugar que no habíamos acordado». Eloy, que es un maestro de ceremonias dotado para interpretar monólogos humorísticos, hizo un repaso de los diez años que lleva Yorick dando guerra en el panorama cultural albaceteño, un guiño con el que amenaza con exportarla a Valencia, a Madrid y donde haga falta. También fue especialmente emotivo el homenaje final a Germán Navarro, el propietario de El nido del arte, que se retira después de treinta años de acumular recuerdos y músicas, aunque con la frustración de no poder ofrecer conciertos de jazz en vivo desde 2008 porque su local, según el ayuntamiento, carece del aislamiento acústico reglamentario. El histórico café concierto seguirá funcionando gracias a que su hijo, Germán junior, acepta heredar las riendas.

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