Me encuentro en Librería Popular con mi vecino de estas páginas José Manuel Martínez Cano y, mientras nuestros ojos pajarean por entre las novedades, me pregunta por jóvenes poetas que me hayan entusiasmado últimamente. Damos por hecho, claro, que los albaceteños Rubén Martín y Andrés García Cerdán han puesto muy alto el listón. La verdad es que en ese momento no se me ocurren otros nombres que añadir, pero me voy dándole vueltas. No recuerdo libros completos, sino poemas sueltos. Pienso en la madre de Martín, que huele a verano, y en Cerdán que todos los días da su vida entera y se muere en una fiesta. Pienso en el ilicitano Jesús Bernal, que sigue siendo desconocido e inédito el pobre cuando merecería mejor suerte: “Y que después / de haber asesinado a tantos hombres / y de arrojar sus cuerpos a los perros, / pudiera conmoverme todavía / el profundo silencio de estos bosques”, escribe con ecos de Homero, este joven poeta transido de ecos. Emocionar a un lector con un solo poema, con un solo verso incluso, debería ser premio suficiente, pero los poetas no solemos enterarnos de ese milagro que ocurre con nuestras piezas y nos sabe a poco cuando nos enteramos. De eso hablaba el otro día con Brines, que está recuperándose de sus infartos. Dice Brines que entre los jóvenes poetas está de moda escribir sin referentes. Que cuando tiene que leerlos en los concursos a los que acude como jurado, se ve obligado a hacer un doble esfuerzo. Acostumbra a leer dos veces cada libro, y una tercera los que pasan la criba, porque desconfía de su propia atención. Pero esos libros sin referentes, dice, son como jeroglíficos, no producen más emoción que la de entenderlos, si al final lo consigues. No ser jurado te permite leer más a tu aire, ir a salto de mata. Y me doy cuenta de que arriesgo poco como lector, cada vez menos. Recuerdo a Gimferrer mirándose el reloj y asegurando que le quedaban pocos años y mucho por leer, muchos clásicos se entiende. Sin agobiarme como él, prefiero releer que aventurarme. De lo reciente, siguen vibrando poemas de «Piedras al agua», el último libro de Cabrera, o la atmósfera de los amores neoyorquinos de Abelardo Linares, los amores isabelinos de Javier Lorenzo, el minucioso recuento de Valentín Carcelén, o las chimeneas, los pájaros y las excursiones de «Llegar», el libro inolvidable de León Molina. A veces, el azar te pone en las manos un libro, como ese «Días aparte» de José Rubio, que me regalaron los Pre-Textos en Valencia. Con qué discreta elegancia despacha una elegía familiar («La calle intendente Palacios»): “…El taxista me habla / de lo poco que llueve. Yo lo miro, y asiento, / pero no digo nada, ni siquiera le he dicho / que en el número 6 murió mi padre”. Hace poco, en Hiperión, otro reducto de música clásica cercado por las excavadoras, las taladradoras y las zanjas del Ayuntamiento de Madrid, me fijé en una pizarra donde exponen los libros de poesía más vendidos del mes. El primero, «Con el tiempo», de Enrique García-Maíquez, un poeta inteligente que ya me había recomendado Miguel d´Ors. No es meditativo porque la meditación requiere cierta pausa y la agudeza de Maíquez tiene prisa por destellar, por mostrarse. En cambio, su mentor, el propio Miguel d´Ors, qué maravilla de libro su «Sociedad limitada», en el que cuento por lo menos quince poemas que me emocionan, que me emocionan mucho, escondidos entre ejercicios de estilo y de ejercicios de moral cristiana. Quince poemas estupendos en el mismo libro es una barbaridad. Gil de Biedma, en sus antologías, reúne poco más o menos ese número, insuperables, claro, también entre ripios y pruebas fallidas. Si alguien tiene un gusto como lector de poemas parecido al mío, que busque ese libro de d´Ors y que se lo inyecte en vena. Ese y el de «Versos que arrastra el viento», de Karmelo C. Iribarren, un libro para niños de todas las edades. Pero he ido subiendo la edad de los poetas sin darme cuenta, José Manuel. Limitaciones de lector, qué duda cabe.
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