Autobiografía de un cadáver


Gil de Biedma escribió que su poesía había sido un intento de inventarse una identidad y que, una vez inventada y asumida, no encontraba alicientes para seguir escribiendo. No en vano llamó a su último libro «Poemas póstumos» e incluyó en él, entre otras piezas, las tituladas  «Contra Jaime Gil de Biedma» o  «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma». Aun así sobrevivió a su obra lo bastante como para granjearse uno de los mayores prestigios de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX, leyendo en los cenáculos los poemas de cuando su personaje estaba vivo y contestando con ingenio a la incansable pregunta de por qué no escribía más. Otro que se creó un personaje más real que su triste vida, de ciego perdido en una biblioteca, fue Jorge Luis Borges. No fue a él, sino al otro, a quien entrevistó Joaquín Soler Serrano en su programa televisivo, tratándolo de eminencia y agasajándolo hasta el ridículo, poniendo a prueba la falsa modestia del porteño que rumiaba las respuestas con los incisivos antes de murmurar genialidades. Borges no llegó a matar a su personaje; lo salvó en última instancia despertando de un sueño. Solo los genios saben poner los afeites apropiados a su propio cadáver para que siga creciendo y huela mejor que vivo. Los autores de a pie lo tenemos más difícil para bautizar con nuestro nombre a un personaje sin que cruce la calle oliendo ya a putrefacción. Pues bien, a ese género auto-necrológico pertenece la última novela de J.M. Coetzee, el autor sudafricano que ganó el Nobel de literatura en 2003. No es un escritor que entusiasme a todo el mundo. En España, el que lo ensalzó más fue Juan Benet, que tenía gustos eruditos y también fue un personaje muy admirado antes que novelista de fervientes minorías. En Albacete, el que se leía todo lo que llegaba de Coetzee era José Manuel Pérez Pena, según me cuenta en Librería Popular Juan Valero. Al Pena, duro de pelar, le encajaba. Pero tengo amigos, buenos lectores, que no han pasado de la tercera página de cualquiera de sus libros. Yo he leído varios, lo que supongo que quiere decir que lo disfruto, aunque es un autor que me produce sed. Por ejemplo, en «Desgracia», es tan seca su prosa, tan árido el paisaje, tan profunda la zanja entre los personajes, que tenía que leerlo con un vaso cerca. Pero he vuelto a él porque guardo una intensa sensación de verdad. Y a lo mejor soy masoca. «Verano» es la reconstrucción de una identidad, la del propio escritor cuando era treintañero y estaba en el verano de la vida, de ahí el título. No somos quienes queremos ser, tampoco quienes creemos que somos, pero de la suma de estas dos aproximaciones suelen estar escritas casi todas las autobiografías. Lo novedoso de Coetzee es que ha buscado el personaje que los demás piensan que era. Por supuesto, de esta categoría hay tantas versiones como conocidos tenga uno. Coetzee ha matado a su propio personaje, como Gil de Biedma, para que no pueda impedir ni cambiar lo que se diga de él. Luego se saca de la manga un investigador, Vincent, un joven que no llegó a tratarlo y que está preparando una biografía suya a partir de entrevistas. Pero no hay muchas personas vivas que lo conocieran en aquella época. Vincent selecciona dos amantes, una prima, un amor platónico y un colega de la universidad. Respondiendo a sus preguntas, cada uno de los cinco configura un John Coetzee. En realidad, y ahí está la gracia de libro, los entrevistados se describen mucho más a sí mismos que al objeto de estudio, que por cierto no sale demasiado bien parado. Son cinco personalidades muy diferentes, cinco enfoques equidistantes y al mismo tiempo cinco maneras distintas de concebir la existencia. Alguien dijo de Shakespeare que era tantas personas como personajes aparecen en sus obras, porque había dispersado su alma en ellos. Coetzee se resucita en sus conocidos y se reinventa como personaje. Igual todo es ficción, pero parece verdad. Y da sed. Verano. J.M. Coetzee. Mondadori, 2010.

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