Juan Miguel Rodríguez Cuesta expone estos días, treinta y cinco años después, los grabados que le prohibió la censura. En el mismo lugar que entonces, la Librería Popular. Aún no había muerto Franco, o no estaba claro que hubiese muerto todavía, y el poeta Miguel Hernández, a quien rinden homenaje las obras, era entonces un proscrito. A la hora marcada se presentó la policía político-social, se identificó y decretó que no se podía inaugurar la muestra por orden gubernamental. Así lo cuenta Juan Miguel, que junto con la prohibición recuerda la bomba que hizo explotar la Triple A en la librería. Dice que estuvieron fichando libros hasta unos minutos antes. Otro de los socios propuso seguir, pero él se negó: vámonos que estoy muy cansado. Cerraron la puerta y les dio tiempo de llegar caminando hasta la antigua sede de telefónica, donde poco antes de la medianoche les sobresaltó el estruendo. Cómo sería el petardazo, comenta, que un seiscientos que estaba aparcado ante la puerta se montó encima de un simca mil que había al lado. A unos vecinos que dormían en el piso de arriba la onda expansiva los proyectó hacia el techo de la estancia y sólo el cabezal y los pies de hierro de la cama les salvaron de morir aplastados. En cuanto a la puerta de la librería, la persiana metálica convertida en metralla atravesó los contrachapados de los que pendían los grabados. Los dos tomos de una edición en rústica de El Quijote quedaron ensamblados para siempre por una de las esquirlas. Juan Miguel repasa los detalles con su voz ronca en el pequeño cuarto de la librería, rodeado por los mismos grabados que entonces quiso dedicar a Miguel Hernández y que denotan el influjo de Benjamín Palencia, pero son parte de la historia y un buen modo de clausurar el año Hernández. No muy lejos hay abierta otra exposición atractiva. Está en la sala de la Caja o de la Fundación o del Banco Castilla-La Mancha, no sé bien, en la calle Calasanz. Allí comparten espacio las pinturas literarias de José Enguídanos y los haikus pictóricos de Javier Lorenzo, hermanados por el minimalismo y la amistad. Como dice Godofredo, a quien encuentro disfrutando de las pinturas, la arquitectura envuelve de forma muy acogedora aquí las exposiciones. Solo fallan los horarios de visita, pues apenas tres horas por las tardes resultan insuficientes. Por lo demás Enguídanos ha reducido el tamaño de sus obras y ha avivado los colores. Dice que el papel le permite ser mucho más audaz que otros soportes y lo cierto es que los cuadros destilan realismo mágico. La mayoría son paisajes en los que hay un toque de extrañeza que espolea la imaginación. Javier Lorenzo completa el efecto con unos haikus inéditos, cargados de evocaciones: “Agua de lluvia / golpea los cristales / Invernadero”. Tampoco hay que caminar mucho, solo adentrarse en el corazón del Parque, para ver en la que fue casa del guarda las fotografías del concurso Juan Manuel Pérez Pena que organiza todos los años Ecologistas en Acción. El tema obligatorio es la denuncia de actividades que deterioran el ambiente. Se puede crear belleza con esa terrible premisa y lo demuestran los ganadores, pero también muchos de los que han participado con menos fortuna. El casetón casi camuflado en medio del Parque, anejo a los columpios infantiles, funciona desde hace años como aula de Ecología y es un lugar muy apropiado para exponer las obras, aunque convivan hacinadas en la pared, haciendo juego con los objetos abandonados en la laguna de Corral Rubio (Vicente Guill Fuster) o el cochecito tirado al río en Villalgordo (Antonio Flores), que han ganado los primeros premios. A partir de aquí, si uno quiere seguir disfrutando de artes plásticas, y ya ha visto la muestra sobre la Feria en el Museo Arqueológico, tiene que subir por Tesifonte Gallego hacia el Antiguo Ayuntamiento, donde expone Jesús Iradier sus obras pop. Y algo más arriba, en una de las esquinas del Paseo de la Cuba, están las ocho mil miniacuarelas de Magnú. Material suficiente para invertir una mañana entera y acabar con los ojos haciéndote chiribitas.
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