Hace ya casi una década que el poeta Antonio Cabrera (Medina Sidonia, 1958) leyó en Albacete su libro La estación perpetua, con el que acababa de ganar el premio Loewe. Para introducir un poema, comentó que no sentía nada en absoluto ante el mar. Y recuerdo que a varios de los presentes les chocó, por no decir que les produjo rechazo la contundencia de esta afirmación. Sigue perpetuándose la imagen romántica del poeta hipersensible, que debe, casi por obligación, estremecerse ante los elementos y andar dos palmos por encima del suelo. Es tan falsa esta creencia que ni siquiera fue cierta hace tres siglos en el apogeo romántico. Menos ahora, que escritores como Cabrera siguen ampliando la volátil definición de poesía. De pequeños rezábamos con palabras que no entendíamos del todo y que, sin embargo, y tal vez por eso mismo, nos procuraban un extraño consuelo. La poesía a veces cumple esa labor cuando ya somos adultos. Sobre todo en ese tipo de poesía en la que las palabras están labradas con tal pericia casi mágica que parecen capaces de lavar el estado de ánimo y calmarlo o estremecerlo. Antonio Cabrera es filósofo de carrera e imparte clases de filosofía en un instituto de Sagunto. Y como buen filósofo, no está dispuesto a renunciar a la razón. De hecho sus poemas revelan un esfuerzo por alcanzar la frontera de la razón sin perderla de vista. “Canta el alrededor, no hables de ti” empieza ordenándose a sí mismo, dispuesto a hipnotizarse para escribir sobre lo que ven sus ojos y perciben sus otros sentidos y no sobre ese mar o esos otros elementos que no existen como tales, sino como la sucesión de símbolos en que los han convertido todos los que antes los utilizaron en sus poemas. A medio libro tiene que volver a conjurarse, tiene que repetirse al ver pasar la nube: “con la retina del conocimiento / no la mires”. Recuerda este ejercicio a los votos de obediencia que se imponía un poeta tan espartano y magnífico como Juan de la Cruz. Porque la realidad se resiste a entrar en el poema, se escurre, se esconde: “el peñasco está / (…) tras su coraza contra las palabras”, o se diversifica tanto que se vuelve inabarcable: “Otra vez eres múltiple. / ¿Lo entiendes, realidad? No puedo reducirte”, o resulta incomprensible en su belleza: “El pájaro que canta / orienta desde el cielo un jeroglífico; / suena sin interior, no lo interpretes”. Contar a través de la razón lo que pasa cuando la razón no está presente, ese es el esfuerzo. Para Cabrera consiste en lanzar piedras al agua para remover las imágenes que flotan en la superficie y, al hacerlo, descolocar el mundo que reflejan, el mundo que conocemos y que creemos domesticado cuando lo cierto es que somos sus esclavos. Hermosa metáfora, gemela de aquella otra que utilizó Platón, el padre de todos los poetas filósofos, cuando escribió que sólo captamos sombras proyectadas en una caverna. Cabrera se queda observando a unos pescadores y se siente excluido: “Ver pescar / es detenerse en el silencio de otros, / es triste, es no pertenecer”. Entonces afirma: “Formar parte es más puro que pensar”. Y se entrega, se siente capaz de “ver en la tarde / lo que la tarde junta: / el sol y la razón, el silencio y los pájaros”. Puede comprender el canto de las aves desde fuera, desde su humana limitación: “Aquellas aves / de vivir diferente, demolían / el templo de nuestra ansia, / nos negaban”. Nos revela al fin que “a menudo, / en la capa visible de lo material / o en el tiempo vivido, el que entra en los pulmones / (…) algo hace que los símbolos resbalen”. Símbolos como aquel mar que no le decía nada o como la contemplación de las estrellas, antes de dormir al raso: “Allá en el firmamento / se perfilan los símbolos –los símbolos / tan eficaces cuando son lejanos”. Más allá de los símbolos, en el límite en que la razón y el sentir se rozan, allí se disfrutan las Piedras al agua de Antonio Cabrera.
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