Un momento de la ceremonia/ foto Amanda Tendero |
Veinticinco años antes de que San Juan de la Cruz naciera en Fontiveros, una madre y dos hijas de Chinchilla, apellidadas de La Mata, consiguieron que su beaterio alcanzase la condición de monasterio de dominicas. Lo pusieron bajo la advocación de Santa Ana, tal vez porque poseían una talla de madera de la madre de Cristo que, aún con las rigideces del gótico, apuntaba ya a la austeridad renacentista. Corría el año de 1518 y su posición acomodada les permitió elegir la plaza más bullente de espiritualidad: las ruinas de la antigua ermita de Santa Catalina, erigida a su vez sobre el primer templo chinchillano, una mezquita. Al fin y al cabo (mucha gente no lo sabe) lo más probable es que el castillo árabe de Chinchilla y su ciudadela estuvieran situados en la montaña de enfrente del castillo actual, que es de construcción más moderna. A la sazón en el barrio debían convivir, con más o menos armonía, judíos, moriscos y cristianos. El convento se perpetuó a lo largo de tres siglos y los rezos de sus monjas, aliñados con los dulces de bellota que elaboraban y que alcanzaron fama, dieron alimento espiritual al vecindario. Durante su permanencia reunieron quince pinturas de diferente valor y calidad y forraron la pared del altar de su capilla con un retablo churrigueresco más que digno y levantaron cuatro más. Cuando vino a cerrarse definitivamente en 1838, constaba de locutorio, iglesia, coro, sacristía, cocina, refectorio, depósito y un claustro denominado “de las procesiones”. Hoy, dos siglos después, la desidia y la Guerra Civil apenas han respetado los arcos y los muros de la capilla y dos de las ocho dependencias. El resto está desmigajado, perdido, quemado o vete a saber dónde. Pero si uno se para con el silencio necesario, presiente la vibración espiritual que atrajo a las mujeres de La Mata, confunde el aire con voces femeninas que entonan gregoriano y siente que el vaivén de las corrientes le acerca un vago olor de dulce de bellota. En cualquier caso el lugar no deja indiferente a casi nadie y la vista del casco histórico que se aprecia desde el patio, tal vez por infrecuente, me parece la mejor de todas las posibles. Este es el escenario que escogimos el pasado 14 de diciembre para celebrar una ceremonia profana, nuestro particular homenaje a la poesía. La propuesta vino otra vez de una mujer, Verónica Hernández. El año de Chinchilla es una sucesión de ritos religiosos que sus vecinos viven con una mezcla de devoción católica y de abrazo con sus antepasados. El párroco de la ciudad, Matías Marín y José Ramón, el sacristán, nos han abierto las puertas, nos han permitido que desorganizáramos el templo hasta dejarlo irreconocible, echando incluso una mano y asintiendo con paciencia cada vez que los artistas reclamaban una escalera o una estufa. Gracias a su disponibilidad, ante medio centenar de personas, el martes mezclamos en Santa Ana las fotografías de Juanjo Jiménez, que parpadeaban en el techo a un ritmo hipnótico, con los cortometrajes de Hernán Talavera, que nos muestran lo que nunca miramos o miramos demasiado poco: un ciprés que el viento mece ante la luna o un horizonte que se esclarece a ráfagas con los relámpagos de la tormenta que se acerca. Mezclamos la voz de muchos poetas, sus ritmos diferentes, sus estilos dispares y su determinación solidaria, con los últimos residuos de los ecos de las monjas. José Miguel Alarcón y Manuela Martínez pusieron la reminiscencia religiosa con una instalación mitad confesionario mitad videoclub. Y como colofón, Fernando López, Isidro Paterna y el propio Talavera colmaron la nave con imágenes y letras proyectadas sobre unos tules escalonados a los pies de la capilla, liaron una humareda que difuminaba los perfiles y les insuflaba un aspecto espectral, añadieron una música que intercalaban con latidos de campana y algún lento paseo con un cuenco incendiado entre las manos. Contribuía todo ello a raptar a los presentes de la realidad inmediata para sumirlos en una ensoñación sin tiempo. Era el 14 de diciembre, día de San Juan de la Cruz; qué mejor ocasión para mezclar todas las artes y agitarlas.
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