He estado hojeando el libro Barrax, ayer y hoy, que el ayuntamiento editó en 2001 para asentar recuerdos volanderos y fotografías desde las que los retratados miran a la cámara con la misma curiosidad que si pudieran vernos a través del objetivo. El pintor Benjamín Palencia merece un capítulo entero, como la rosa del azafrán, el agua o el toro de fuego. Aparece Palencia a pie llano ante un molino de viento ruinoso. Y aparece luego ante el molino ya reconstruido. Se le ve en los toros, inaugurando el adoquinado de la plaza, rodeado de la corporación municipal o entre amigos que le admiran. Siempre con el pelo plateado formándole moños sobre los parietales, con apostura de estatua y la mirada pensativa. Al final no se le ve, pero se le adivina ya en el féretro, seguido por una romería. Decir Palencia casi es decir Barrax. El pintor de la Escuela de Vallecas y su localidad natal han ido convergiendo con los años hasta casi resultar sinónimos. Y sin embargo hay un barrajeño al que le dieron antes que a Palencia la Cuervera de Oro, la mayor distinción que se otorga a quienes hayan contribuido a promocionar o engrandecer Barrax. Sólo un barrajeño: el bueno de Francisco González Bermúdez. Fue en el año 72 y estoy seguro de que no es casualidad. Desconozco los pormenores de la decisión, que quizá tuviera algo de azarosa. Pero es lo mismo: el tiempo acaba dándole la razón al azar. Cronista Oficial de la Villa desde el 54, Paco fue el que propuso que se incorporaran al escudo de su pueblo el molino de viento y la rosa del azafrán. Y ha cumplido su labor de cronista en el diario Pueblo, en La Tribuna y en cualquier periódico que se pusiera a tiro de sus colaboraciones. Desde su elegancia natural y su porte de caballero ligeramente intelectual, ligeramente inclinado hacia el interlocutor, ha estado representando a su pueblo aunque sólo fuera estando. Y aún sigue haciéndolo. El homenaje que hoy le rinden a las doce en el Ateneo se lo brindan también a través de su persona al pueblo de Barrax, con el que forma una simbiosis más discreta que la de Benjamín Palencia, pero más de igual a igual y por lo tanto más humana. Hemos intercambiado cartas y saludos desde que tengo memoria, pero nunca he estado tan cerca de él como en una entrevista que mantuvimos en el verano de 2004. Yo estaba reuniendo material sobre los escritores de Albacete y pensé que nadie mejor que Paco, que estuvo organizando la primera cuerva literaria y que se ha relacionado con todos, podía contarme anécdotas de ellos. Salió a recibirme con los lentos andares a los que le condenaba un accidente doméstico que le ha marcado estos lustros: “mira qué andares que me he buscado ahora; pero tengo un amigo que va andando a blincos”. Me habló de Ismael Belmonte y de su personaje de Cirilo el de la Campana, de lo cordial y lo gracioso que era. Citó a Blanc, que se recluyó en un hotel de Madrid para escribir Noticia de nosotros. Comentó lo poco noctámbulo que era Carbonell, que acudía allí donde le pidieran una presentación o un discurso, siempre y cuando no fuera de noche. Me contó cosas de Delfín Rodríguez Sánchez, rebautizado Delfín Yeste en el 71. Recordaba también mucho a Serna: “Le vendí cien libros de su diccionario Cómo habla la Mancha y él me decía que le hablaba de mí a todo el mundo, que no conocía a nadie capaz de vender más libros y que no olvidaba tampoco que fui yo quien le puso lo de patriarca de las letras albacetenses”. Recordaba a Serna riéndose solo de la respuesta de un torero al que había preguntado por la salud de su padre: “está en el quinto toro, don José”, le había respondido el espada. Presidente de honor de la tertulia Alcandora, el saber estar de Paco, de don Paco, pertenece a otro tiempo, al tiempo de esas fotografías de Barrax que nos miran a nosotros con mucho más respeto que nosotros a ellas.
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