No pierdo nunca de vista un proverbio hindú que leí en algún sitio, vete a saber dónde: “Si las cosas pequeñas de tu vida las haces con prisa, no tienes alma, tienes prisa”. Atarse los zapatos, limpiarse los dientes, respirar, son algunas de estas cosas que hacemos sin pensar en ellas. Los grandes momentos del día, los que negociamos con los cinco sentidos porque consideramos que son cruciales para nuestra existencia, están tejidos por una red secreta de gestos insignificantes en los que no reparamos nunca o muy rara vez. La mayor parte de la vida se nos escabulle en esos automatismos que sin embargo intervienen en nuestro estado de ánimo y participan de él. Gestos que nos retratan y nos modelan. También para los haiyines, los poetas del haiku, la clave, el alma de sus pequeñas obras, se contiene en detalles que permanecen invisibles al común de los mortales. Al menos hasta que ellos nos los muestran cifrados en tres versos, sólo tres versos, de 5-7-5 sílabas respectivamente. “Junto al bullicio / del tráfico, la fuente / pequeña canta” (Susana Benet, en la foto). Sólo una persona con la sensibilidad afinada fuera de los límites de lo que entendemos por normal es capaz de fijarse en ese chorro de agua que mantiene vivo su borboteo por debajo del rugido del tráfico y de la agitación de los viandantes. Podríamos pensar que se trata de un don casi sobrenatural, y desde luego innato. Nos resulta casi inconcebible que alguien pueda concentrarse en captar lo que está ocurriendo en los rincones de la barahúnda en la que nos movemos. Y sin embargo, la experiencia nos va demostrando que se trata de un simple problema de actitud. De hecho, algunos de los mejores haiyines que conozco empezaron ya mayores, pasada la cuarentena, incluso la cincuentena. La propia Susana Benet, con menos de diez años consagrada a la práctica, está ya considerada entre las mejores. Ahí están sus libros Faro del bosque y Lluvia menuda, dos colecciones de regalos diminutos para los sentidos. Por supuesto, además de la actitud, es necesario el talento para dar forma a la instantánea concentrándola en una píldora exquisita: “A cada vuelta / del tiovivo, mi padre / diciendo adiós”. En Albacete contamos con una inesperada escuela de haiyines, de las mejores del mundo, si no la mejor. Y cuando digo la mejor, sin duda exagero, pero en mi admiración desbordada estoy incluyendo a la misma Japón, la patria del haiku. No en vano es un poema que forma parte del alma del pueblo nipón y que ha regalado al mundo auténticos prodigios desde Matsuo Bashó (1644-1694), considerado el padre del género. Buena parte del mérito de que proliferen los haiyines en nuestra provincia se debe al trabajo combinado y a la bonhomía de Frutos Soriano, Ángel Aguilar y Elías Rovira, que organizan cursos y talleres casi continuos y que dirigen con la Facultad de Derecho un concurso que es referencia en toda Latinoamérica. En torno a ellos se mueve un puñado de entusiastas, que crece por días y que mantiene el febril contacto, casi instantáneo, que facilitan los blogs y las redes sociales. Si no fuera por las connotaciones que tiene la palabra, uno diría que forman una secta. En cualquier caso, como alguien dijo: “hay que tener alguna locura para no volverse loco”. Susana Benet estuvo el otro día leyendo algunas de sus piezas en el viejo ayuntamiento de Albacete, dentro del ciclo 5 Poetas en Otoño. En medio de un silencio reverencial, explicó que mientras que sus otros poemas le llegan de noche, en silencio y en el umbral del sueño, para los haikus necesita ir atenta, con la caña preparada, aunque no siempre piquen. Las estaciones son el soporte tradicional de estos poemas. Y el otoño es una de las más sugerentes. Donde otros sólo pisamos una alfombra crepitante, hay quien es capaz de desenterrar un tesoro: “En el montón / de hojas caídas / una aún se mueve”. La perla es de Valentín Carcelén (Madrigueras, 1964). Forma parte de su Hilo de hormigas (Biblioteca Añíl), el libro más reciente de nuestra escuela de haiyines, contribución al alma de Albacete.
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