Ante la sala de plenos del antiguo ayuntamiento de Albacete, prácticamente llena, Iribarren va leyendo sus poemas, casi sin pausa entre medias, como si encendiera el siguiente con la colilla del anterior. Al fin y al cabo hace solo unos meses que ha dejado el tabaco y aún tiene que calmar el mono masticando chicles de nicotina. Dice que le pasa como a Josep Pla cuando contestaba a una pregunta de Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo: “Por esto fumo, para buscar adjetivos”. Iribarren imita al catalán y después da una chupada tan honda al cigarro imaginario de Pla que le saca sabor a tabaco. Desde que dejó los cigarros, Iribarren también dejó de ver la libreta que se le ofrecía en la mente para ir disponiendo los versos de cada nuevo poema. Una libreta hasta con cuadrículas. “Es verdad, asegura. Como mis poemas son breves, veía cómo disponerlos en la página”. De hecho, afirma que empezó a escribir poesía porque comprobó que era capaz. Le gustaban las clases de lengua y en un trayecto en autobús, en plena adolescencia, se dio cuenta de que podía escribir en ese cuaderno mental un poema. La primera reacción fue de sorpresa: “Me dije: andá, la hostia”. Y a raíz de esta experiencia, decidió hacerse poeta. Como no conocía a nadie que pudiera guiarle, se puso a componer sonetos y décimas hasta que sus oídos se familiarizaron con los heptasílabos y los endecasílabos y sus misteriosas conexiones. Por su voz, que cuando lee suena ronca y rabiosa, van desfilando los poemas. Se acumulan desde 1995, cuando lo descubrió para la edición ese genio que se llama Abelardo Linares, el director de Renacimiento, a quien debemos la difusión de poetas como Iribarren o José Luis Parra, poetas que de otro modo hubieran terminado diluyéndose en el anonimato. No es que sean famosos, ¿qué poeta lo es? Pero el otro día, el antiguo ayuntamiento de Albacete se llenó para escuchar a Iribarren. Tampoco un lleno de gente de pie. No. Más bien un lleno discreto, de todo el mundo sentado, de mucho silencio, mientras el donostiarra iba paseando por su ciudad y por sus poemas a la vez. Al fin y al cabo, ambas cosas son casi la misma. Hasta hace unos años regentaba con otros socios un bar en uno de los extremos de la playa de la Concha y, al terminar la jornada, bien entrada la noche, volvía caminando hasta su casa, que está cerca del estadio de Anoeta. En esos regresos a pie se fraguaron muchas de sus piezas: poemas breves, urbanos, pero de una Donostia de los 80, “más potente, más visceral” que la San Sebastián de hoy, que describe con expresividad en un poema: “Tanta hostia y tanto colorín”, su manera irónica de protestar por el esteticismo impersonal que le quita sabor a su ciudad. Karmelo Iribarren es así: habla de la vida en poemas comprimidos, contundentes, casi sin adjetivos, escritos como habla la gente de la calle, rematados con un guiño capaz de descolocarte, de tocarte el corazón o de robarte una sonrisa. Luego, en público, gasta aún menos florituras: se expresa con una domesticada timidez que administra en monosílabos, en tacos e ironías, en puntos suspensivos. Lo suyo es observar, ir reuniendo en sus ojos entrecerrados, distraídos, las imágenes que más tarde mezclará en el cuaderno de la mente. Lo oyes leer sus piezas y por la engañosa sencillez con que están hechas, pasan en un suspiro; pero cada poema es fruto de un profundo ritual. Primero la composición mental; cuando lo siente acabado, lo escribe y lo guarda; más tarde hay que dejarlo enfriar seis meses, a veces un año; y luego consultar el resultado con un amigo de confianza. “Cuando vuelves al poema, a veces te encuentras con que se ha disuelto. Pero si pasado ese tiempo, funciona, sabes que va a funcionar siempre”. Entonces se obra el prodigio: la emoción cifrada en ese comprimido verbal, cuajado en su mente, es capaz de estremecer a cualquiera que lo lea o lo escuche. Entonces, el antihéroe, el que parecía un perdedor, alcanza su propósito: se siente poeta.
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