Foto Julio Lorenzo
Cuando nosotros miramos, vemos lo que hay. Él está viendo lo que hubo. Nosotros vemos unos cuantos paralelogramos de hormigón, desparramados y semienterrados a los pies del Mugrón almanseño. Enrique Gil Hernández está viendo búnkeres de combate, construidos por la República al principio de la Guerra Civil para defender el corredor de Almansa, la vía de comunicación más practicable entre la meseta y la costa levantina. Nosotros vemos unas cuantas zanjas muy profundas entre las que hay que andar con cuidado para no fracturarse un tobillo o algo peor. Enrique Gil en cambio ve las trincheras, labradas muchas de ellas en la piedra viva para que los soldados y milicianos pudieran desplazarse a cubierto. Trincheras diseñadas como las conocemos de las películas yanquis, con una meseta interior que lo mismo servía para que los tiradores se aupasen a las troneras a disparar que para que se sentaran a liarse un pitillo en las previsibles treguas. Hay kilómetros. Unas en zigzag, otras en curva, según la situación y el terreno. Pero de eso nos percatamos porque nos lo indica Enrique Gil, subido en el techo de uno de los búnkeres, como un capitán que soltara una arenga a sus tropas para enardecer los ánimos antes del combate. Siguiéndolo por un camino algo más ancho, reconocemos, unos kilómetros más allá, en la probable retaguardia, el búnker del estado mayor, el cerebro de las tropas durante la batalla. Improvisados grafitis, grabados en el hormigón cuando estaba húmedo, fechan los refugios en el 36 y el 37. Otros añaden nombres, algunos polacos y rusos, o un grito silencioso, un Viva México, que nos desconcierta. Después de recorrer estos búnkeres diseñados para una batalla que nunca ocurrió, cruzamos en nuestra propia retirada puentes que vadean ramblas y accidentes del terreno. Si no fuéramos con este visionario del pasado, jamás advertiríamos que están construidos con el mismo hormigón que los búnkeres y que en la pieza central del más largo, el tajamar, puede leerse: Puente Rusia. Es lo que tiene, la diferencia entre andar por el monte y ver el monte. Sorteamos la autovía y, al otro lado, las obras del Ave han desenterrado una cruz de piedra de la que sólo asomaba la parte superior. Se lee en ella el nombre de un chaval que tenía diecisiete años cuando fue fusilado por los republicanos al principio de la contienda. Enrique nos explica que mataron a hijos de terratenientes para mortificarlos en donde más les dolía. Pero que en el 39, estos padres tuvieron el consuelo de recuperar los restos de su hijo de la cuneta y de depositarlos en el cementerio de Almansa. La cruz es un recordatorio. En cambio, añade, hay hijos y hermanos que aún no pueden, setenta años después, rescatar los restos de sus parientes fusilados. No es un problema político, aclara, es una generación que quiere ver descansar a sus muertos para poder a su vez descansar tranquila. Luego, ya dentro del castillo de Almansa, Enrique Gil, que es el arqueólogo del edificio, nos indica que lo que estamos viendo apenas tiene que ver con la realidad del último de los castillos aquí superpuestos, el que labraron los Pacheco, casi en el Renacimiento. Las manos y las explicaciones del arqueólogo elevan el suelo del patio de armas, eliminan la puerta de acceso al mismo y se preguntan dónde estaba la de verdad; edifican una torre paralela a la del homenaje que comunicaría con ella por una pasarela móvil; incluso añaden al cerro del Águila, en el que se inserta el castillo, una ladera de yeso que le han mordido las industrias mineras y que permitía el acceso por la parte norte. Finalmente, ya sobre la torre del homenaje, en una terraza privilegiada, vemos a nuestros pies lo que está viendo Enrique Gil, la batalla en la que se enfrentaron en 1707, durante tres horas encarnizadas, 45 mil hombres de diez naciones distintas para decidir que Felipe V sería el primer Borbón en ceñir la corona de España. Debemos al Centro Excursionista de Albacete este paseo por la historia guiados por un lazarillo privilegiado, Enrique Ramón Gil, tataranieto de Roche, el bandolero.
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