No hacía falta que llevasen un libro bajo el brazo Guillermo Carnero y Pere Gimferrer para que repararan el uno en el otro el día que se cruzaron en la universidad. Ambos son lo bastante altos como para descollar por encima de las cabezas de los alumnos de ahora; cuánto más en aquella segunda mitad de los sesenta en que los españoles aún no habíamos dado el estirón. Sin embargo, en lo que se fijaron es en que ambos portaban un libro bajo el brazo, el mismo libro: Desolación de la quimera, un título que había que llevar con discreción, pues su autor, Luis Cernuda, no estaba bien visto por el régimen franquista. Tanto Carnero como Gimferrer consolidaron su amistad en la antología Nueve Novísimos que preparó el crítico catalán José María Castellet en 1970 y que marcó un hito en la literatura española, lastrada entonces por las rigideces formales y por la obsesión con la crítica social. Claro, que se obvia aquí la maravillosa generación del 50 que les precedió. Los Novísimos, entre los que también estaba el albaceteño Antonio Martínez Sarrión, aportaron un soplo de aire fresco, de desenfado e incluso de provocación. Los malévolos aseguran que su leyenda viene de que se editaron pocos ejemplares de la antología y se hablaba mucho de ella cuando muy poca gente la había leído en realidad. El caso es que jugaron a disfrazar su escritura con personajes históricos o cinematográficos y con ambientes suntuosos o decadentes, para hablar de sus emociones como si no fueran suyas. Sus enemigos los rebautizaron como venecianos aludiendo al poema de Gimferrer, Oda a Venecia ante el mar de los teatros, uno de los más populares porque formaba parte de Arde el mar, que obtuvo el Nacional de Poesía. Dice Carnero que le gusta ser veneciano y uno no sabe si lo dice en serio o enmascarado de ironía. Dice que fue aquel libro de Cernuda que llevaban bajo el brazo en la universidad el que mejor les enseñó a ponerse la máscara culturalista. Hoy la mantienen sobre todo José María Álvarez y él mismo. Otros: Gimferrer, Sarrión o Leopoldo Panero, se la ponen y se la quitan. El resto, Vázquez Montalbán, Ana María Moix, Molina Foix o Félix de Azúa, o nunca terminaron de creerse poetas o se fueron diluyendo en la prosa. Carnero vino el jueves a Albacete a leer sus poemas en la Facultad de Humanidades, dentro de la undécima edición de las jornadas “Cinco poetas en otoño”. Como no podía ser menos, su lectura resultó teatral. Con la sala en penumbra e iluminado por un flexo, proyectó algunas de las pinturas que han inspirado sus piezas, para demostrarnos que su escritura emana directamente del arte y de la historia. Por ejemplo, El embarco para Cyterea, quizá su poema más conocido, nació de un cuadro del mismo título de Jean Antoine Watteau (1684-1721), que ya había inspirado a Baudelaire. Carnero, que ganó en 2000, con Verano inglés, todos los premios a los que puede aspirar un libro de poemas español, ha ido con los años perfeccionando su máscara. En el último, Cuatro noches romanas, dialoga con la muerte (papel que interpretó el jueves Carmen Navarro) ante la tumba de Yeats. Esclarecido por el flexo, en el ambiente tenebroso que reinaba en el Salón de Grados de Humanidades, Carnero se parecía a Borges de perfil, hasta que lo vimos desplegarse y nos desengañó. Acabó citando el conocido verso de los Cuatro Cuartetos, donde el pájaro de Eliot afirma que el género humano no soporta demasiada realidad. Uno de los espectadores que intervino en el turno de preguntas se aferró a esta cita para objetarle que encuentra en sus poemas demasiada poca realidad. Es una herramienta para evitar el patetismo, aclaró Carnero. Pero lo que es el destino: con diecisiete años, recién publicado Dibujo de la muerte, cuando estaba todavía explorando, escribió una serie de poemas despojados, desnudos, que él mismo reconoce como entrañables. Alguien le dijo que estaba pareciéndose a Gil de Biedma. Entonces decidió personalizar su escritura. Y se colocó la máscara culturalista para embarcarse con rumbo a Cyterea. Allí sigue.
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