El Pernales


Le había oído cantar el romance de El Pernales a Pedro Piqueras en un fuego de campamento, en los tiempos remotos en que él era estudiante de periodismo y vino a visitar a sus amigos en unas colonias de verano. Recuerdo haber vibrado con la historia del bandolero, entonada con entusiasmo y con el vozarrón que le caracteriza. Si no me falla la memoria, se acompañaba con una guitarra. Luego, antes o después, se lo escuché a Manolo Luna, a Lanciano, a algún otro. En esa edad en la que la realidad todavía está cuajando en el cerebro, los romances dejan una impronta indeleble que cuesta luego mucho trabajo limpiar, entre otras cosas porque siempre son más acogedores los ideales de la adolescencia que la vida misma. Más de tres décadas después, vine a patear el otro día las sendas por las que anduvo el bandolero al encuentro con las balas que acabaron con su vida y la del gañán que le acompañaba. Iba huyendo de su leyenda y de sus imitadores, que cuentan que eran tantos y tan buenos que uno tuvo la osadía de atracar al original. Igual esa experiencia convenció a Pernales de que se le había quedado pequeña Andalucía, mandó de avanzadilla a su querida a la costa levantina, y le dijo: espérame Conchilla, que voy para allá. Seguía los pasos de su paisano Joaquín El Vivillo, que le había enseñado a saltear caminos y que escapó a tiempo a la Argentina cuando vio que el negocio del bandolerismo empezaba a ponerse feo con tanto guardia civil rondando y tanto chisporroteo de telégrafo pisándole los talones. La ruta de El Pernales hacia la costa pasaba por la sierra de Alcaraz. Desprovisto de su caballo Relámpago, tan legendario como él, montaba un macho castaño oscuro, cuyo nombre no ha encontrado acomodo en la leyenda. El Niño del Arahal lo seguía a lomos de una yegua. Venían huyendo. En pocos meses los civiles habían diezmado a su partida. De hecho, El Niño era un novato. Como no conocían los senderos, tuvieron que preguntarle a un hombre con el que se toparon hacia las nueve de la mañana. Maravilla la precisión de la hora en los autos, en una época de tan pocos relojes. El destino quiso que el informante fuera Gregorio Romero, a la sazón guardia forestal, pero retirado de la Guardia Civil, donde había afinado el instinto lo bastante como para desconfiar de los acentos sevillanos de los viajeros, las armas que portaban y el que prefiriesen las trochas escarpadas a los senderos diáfanos. Le faltó tiempo para bajar a Villaverde a dar cuenta al juez, que a su vez dio aviso a la Guardia Civil. El romance no habla mal de los guardias. Ni bien. Son la mano del destino que convierte al héroe en mártir. La edad nos ha enseñado a admirar el valor de quienes fueron al encuentro de los bandoleros con el convencimiento de su vida estaba en juego y de que tendrían delante a una leyenda viva, agigantada por las habladurías. Llevo más de treinta años escuchando versiones distintas de la muerte de El Pernales. La más verosímil la oí el otro día, en el mismo lugar de los hechos, relatada por Antonio Matea. No creo que los dos guardias, apostados tras unas piedras, dieran el alto al bandolero, al que tendieron emboscada en una pequeña elevación del vericueto. Le dispararon a las ingles, la parte más accesible cuando se apunta de abajo arriba a un jinete. El Niño vendría detrás y al ver que los otros guardias le cerraban la retirada picó espuelas monte abajo, buscando una escapatoria imposible. Dicen que un tiro por la espalda evitó que fuera más lejos. Ocurrió entre las dos y las tres de la tarde del 31 de agosto de 1907. Antes de exponerlos, los tallaron como hubieran hecho con piezas cobradas en una cacería. El Pernales sólo medía 1,49. Doce centímetros menos que el Niño. Traían aún limpios los oídos de escuchar el arroyo del Tejo enroscarse en las piedras, uno de los sonidos más purificadores que existen. A mí ha terminado de curarme del romance.

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