El patriota


Me pierdo en la avalancha de escritos y homenajes a José Antonio Labordeta, después de su fallecimiento el pasado día 19. Hay personas que se van envueltas en un puñado discreto de halagos y otras, como el aragonés, que sólo dejan amigos, a juzgar por cómo todo el mundo necesita elogiarlos, recordar sus anécdotas, desahogarse y hasta repetirse. Oigo que a Pepa Fernández se le entrecorta la voz al recordarlo en su programa Hoy no es un día cualquiera, de Radio Nacional, y me emociono también. La emoción es contagiosa. Veo al Rey darse el pésame a sí mismo en las carreras de motos. Era un gran amigo mío, asegura. Un patriota, sentencia. Y me quedo tan descolocado que voy al diccionario a buscar la palabra patriota, que tenía asociada a héroes militares y a títulos de películas bélicas y que en la boca de un monarca y dirigida a un cantante adquiere tintes que necesito aclarar. Pero encaja. Patriota es alguien que ama a su nación. Y si algo nos ha quedado claro es que Labordeta era un aragonés de pura cepa. Llego a dudar si todas sus canciones estaban dedicadas a su querida Aragón, sus paisajes y artesanías, o es que sólo ponen las canciones patrióticas para darle la razón al Rey. De hecho, y por lo que puedo exprimir al diccionario, en un patriota sólo hay eso, amor por la patria. No confundir con un nacionalista que es un apasionado por su país. Hay un cierto descontrol en la pasión, a veces mucho. Pero además hay otros intereses oscuramente políticos, de pura cerrazón xenófoba, de exclusión, de independencia. Lejos del perfil de Labordeta, un tipo espontáneo, de los que miran de frente y hablan con llaneza: “A la mierda”. Un patriota, como murmura su amigo el Rey, casi con rabia. De hecho, otro entrevistado, uno de esos tipos anónimos a los que visitó con su mochila a cuestas, asegura que sentía al cantante como si fuera de allí, de esa otra tierra que no era Aragón, sino uno de esos vericuetos casi inaccesibles que visitó en su programa. “Era de donde estaba”, remacha el interpelado, con la satisfacción de haber dado con la fórmula que define al personaje. No es de extrañar que haya quien quiera convertir su Canto a la libertad en himno de Aragón, para que no se lo roben patrias foráneas. Leo en las noticias que lo reclama internet, como si internet fuera un ser unívoco y no esa multiforme y desordenada acumulación de opiniones que todos conocemos. Luego, la letra pequeña (que las noticias también tienen, igual que los contratos) aclara que lo reclaman ciertos medios digitales y algunas redes sociales. El caso es que Aragón ya tenía himno, de modo que la petición debe resultar incómoda para quienes en su día se lo encargaron a García Abril y a cuatro escritores a la vez, para que ninguno se enfadase y cobrasen todos. Cultura oficial contra cultura popular. Seguro que encuentran una solución salomónica y vemos en un futuro no muy lejano a los próceres aragoneses, incluso aquellos menos dotados para alzar el puño, cantar juntos: “Habrá un día en que todos / al levantar la vista / veamos una tierra / que ponga libertad”. Que a nadie le extrañe. En Asturias ya cantan todos sin sarpullido, incluso el arzobispo de Oviedo, aquello de “vengo de subir al árbol / vengo de coger la flor / y dársela a mi morena / que la ponga en el balcón”. Y tan felices. Siento sana envidia. O tal vez no tan sana. Aquí, en esta nación dividida entre dos nombres, Castilla y La Mancha, no tenemos himnos ni patriotas ni nacionalistas, ni siquiera amigos del Rey, que se sepa. Y así nos va. Nos colocan el cementerio nuclear en la puerta y sonamos como el viento cuando rueda en los pueblos despoblados. Los valencianos se llevan al menos el consuelo de la pasta. Nosotros el miedo sordo a un escape nuclear, con camiones trasegando residuos radiactivos por nuestras carreteras, mientras las noticias se van con su cantinela a otra parte. Amo esta patria, esta tierra sin voz.



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