El arte de prohibir es una de las primeras cosas que hay que aprender para ser profesor y para ser padre. Para que resulte efectivo, hay que usarlo con mesura. No se puede prohibir todo ni tampoco dar lugar a que el chaval tenga la sensación de que, tire por donde tire, se va a topar con una prohibición. Jardiel Poncela decía que una dictadura es el régimen en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio. Sin embargo vivimos un momento de la historia de España en el que las prohibiciones proliferan. Seguramente no son tantas como parecen, sino que las multiplica el espejo distorsionador de los medios, con sus dimes y diretes, sus tertulias, sus debates y su cansineo laberíntico. A ver: así, a bote pronto, están en trance de supresión los toros en Catalunya, la bollería industrial en los colegios y el tabaco en los lugares públicos. Son sólo tres cosas, y sin embargo levantan una topera asfixiante. En Euskadi han añadido una vuelta de tuerca a la postergada e indecisa medida de la ministra Salgado y proponen prohibir el tabaco en lugares públicos, como los parques infantiles, e incluso en lugares privados, como el coche familiar cuando viajan niños. La propuesta del Gobierno vasco, que no será ley hasta que no la confirme el parlamento, ha disparatado tanto los comentarios que sus promotores se defienden alegando que la salud de los niños es prioritaria y que además la medida es educativa, porque desnormaliza el hecho de fumar. Aparte de la palabreja, que hay que respirar con cuidado como si fuera humo de tabaco, a mí me parece una medida valiente y acertada. Estamos tan acostumbrados a ver anuncios de gente fumando, como el vaquero aquel de Malboro que luego murió de cáncer de pulmón, o el Humprhey Bogart de Casablanca, que no paraba y que se fue por lo mismo, que nos cuesta asimilar que se utilice la publicidad inversa: conseguir que los niños perciban como cosa rara ver a alguien respirando humo de forma voluntaria y sin toser. De acuerdo que este tipo de publicidad resulta tan discreta que cuesta hasta percibirla. Por ejemplo, muchos nos enteramos de que el rey fumaba porque se le escapó al médico que le había extirpado unos nódulos en el pulmón y le recetó que abandonara el hábito. Supongo que hay que felicitar a quienes cuidan la imagen del monarca por retirarle el cigarro cada vez que posaba. Sin embargo por muy invisibles que resulten, la normalidad y la salud serán siempre preferibles a esos 50.000 españoles que mueren cada año por enfermedades originadas por el tabaco, 3.000 de ellos sin haber pegado una calada. Al fin y al cabo, los niños son como esponjas que hacen lo que ven. Y muy bien que lo han captado los publicistas con el hermoso anuncio de una niña que imita a su papá cuando lo ve leyendo. Pero aparte de suprimir la visión de gente fumando, habrá que insuflarles también a los españolitos unas cuantas competencias que les permitan ser mañana autónomos, ganarse la vida con sensatez, hacer progresar el país y el mundo, y de paso sostenernos a nosotros que dependeremos de ellos. Y eso no se consigue con prohibiciones, sino con una buena educación. Ahí es donde hay que volcar todo el talante, y sin embargo estamos muy lejos de andar finos. Nuestros queridos políticos tampoco se pusieron de acuerdo para alcanzar un Pacto de Estado por la educación. Pero además han consentido que empiecen el curso 140.000 alumnos más y que los atiendan 6.400 profesores menos, que tendrán que echar más horas intentando dar ejemplo, con un 5% del sueldo rebajado. Si hay alguien que se alegra, que eche un vistazo a cómo estábamos antes de los cambios: de cada diez alumnos, tres y medio no terminan los estudios elementales; nuestro sistema educativo ha caído al puesto 32 del mundo y no hay una universidad española entre las 200 mejores. Hemos ganado el mundial de fútbol, pero estamos lejísimos del Fields de las matemáticas o de un Nóbel de ciencias. Con prohibiciones no se arregla.
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