Hace veinte años que tuve el privilegio de pernoctar en el islote de Lobos, frente a la isla canaria de Fuerteventura. Participábamos en una expedición científica para catalogar las ciento y pico especies vegetales de este paraje de 4,5 kilómetros cuadrados (6 con pleamar) y ni un árbol siquiera al que arrimarse. Al farero Antoñito Hernández ya lo había jubilado la tecnología y sólo acudía los domingos a preparar paella para sus turistas. Entre semana, los del equipo estuvimos allí solos, rodeados por el Atlántico y perseguidos por un sol árido e ineludible. Ya existían senderos para desplazarse entre el malpaís, que es como los lugareños llaman a los pedregales de basalto acumulados por las sucesivas erupciones del volcán. Como el basalto está compuesto básicamente por hierro, el color predominante del islote es el negro, con las manchas naranjas, amarillas y sobre todo blancas que imprimen los líquenes. Lo único que alteró la paz en esos días, en que se nos quemó la nariz sin que lo evitaran las cremas ni los sombreros, fueron unos sonidos inquietantes como de animal rondador que acechaba las tiendas a medianoche. A pesar de que en el islote de Lobos no hay agua potable, su importancia estratégica precisó para la navegación de la figura de un farero que mantuviera girando el foco de Miñano. En ese faro nació en el año 1903 la poeta Josefina Pla, que se consagró en Paraguay y que optó, sin conseguirlos, a los premios Príncipe de Asturias y Cervantes, antes de morir en el país americano en 1999. Varias efigies y placas la recuerdan. Entonces, cuando oíamos esos ruidos nocturnos tan sospechosos, sólo estaba el faro, sin placas conmemorativas. Lo cierto es que la isla se llama de Lobos en honor de sus más antiguos habitantes, las focas monje, también conocidas como lobos de mar, que vivían a sus anchas entre las piedras escarpadas de la orilla, sobre todo en la vertiente hundida del volcán la Caldereta. Según las crónicas, el normando Gadifer de la Salle, uno de los lugartenientes de Betancourt, el conquistador de Fuerteventura, andaba hace seiscientos años cazando focas sobre estos malpaíses para confeccionar calzado con sus cueros. La naturaleza encontró el modo de castigarlo en la figura de un traidor que lo abandonó en el islote, lo que le obligó a tender un lienzo por la noche para escurrirlo al amanecer directamente en la boca para no deshidratarse. Pero cuando ya los humanos fueron tantos que no había maldición para todos, se extinguieron las focas. Dicen que las apuntillaron los pescadores, en el primer cuarto del siglo pasado, porque las consideraban rivales poderosas de su oficio, ya que un ejemplar de foca monje es capaz de comerse entre 30 y 40 kilos de pescado al día. Ahora sobreviven apenas unas cuantas colonias de focas en las costas del norte de Mauritania. Será por todo esto, mezclado con la turbiedad del insomnio, que hace veinte años llegamos a pensar que aquel ruido de la noche, a la vez amenazador e intrigante, lo causaba un lobo marino despistado o un fantasma de lobo, lo mismo da, que venía buscando a su camada. Pudo más el afán científico, quiero decir la curiosidad, que el miedo y subimos la cremallera de la tienda empuñando la linterna encendida. El ruido nos condujo hasta la tienda vecina, donde dormía el director de la expedición. Creíamos que íbamos a salvarlo de lo que fuera aquello y en cambio comprobamos que era su dentadura la que producía el chirrido espeluznante que nos tenía a la vez intrigados e intranquilos. Bruxismo, llaman los especialistas a esta alteración inconsciente. Recuerdo aquella anécdota mientras recorro los caminos de Isla de Lobos, hoy perfectamente delimitados con señales que indican los minutos que lleva ir a pie al muelle, la playa, el faro o la Caldereta, magras referencias para no perderse en el silencio. El turismo de yate y playa ha arrasado definitivamente con el recuerdo de las focas monje, las siemprevivas endémicas y el refugio de las pardelas. Constatamos además que los lugares naturales se diferencian de los que no lo son porque nadie recoge la mierda.
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