Antonio López en El Escorial


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Lo ves entrar y abulta tan poco que consigue sin esfuerzo lo que pretende, que es ir de menos a más, sorprender desde la humildad. Luce un cierto desaliño que ya, de tanto verlo, asociamos a su imagen: unas manchas en el pantalón beis, la cara sin afeitar, el pelo revuelto, aunque hoy menos que otras veces porque lleva las canas más cortas. Enseguida pregunta con interés, con un cuidadoso afecto: "¿De dónde eres?, ¿y qué tal las cosas por ahí?" Pero a medida que la conversación avanza, Antonio López saca a pasear sus ojillos entrenados y de pronto te sopesa con la mirada como un ciego que usara los ojos para palparte. Te está reconociendo. A cambio te deja toda la historia de la pintura en los poros. Parece que le va a costar hablar, pero cuando empieza se siente muy cómodo y ya no hay manera de pararlo. "¿Te han hecho un encargo del Ayuntamiento de Albacete?", le preguntas. "Sí, es el primero que me hacen en mi tierra". "¿En tu tierra?" "Sí, en La Mancha. Yo entiendo por La Mancha toda la parte que va desde Tomelloso a Albacete". Y enseguida se pregunta a sí mismo: "Pero qué entendemos por manchego"; y se responde solo: "Yo lo noto más en los que nos hemos ido afuera a trabajar". Dice que no siente que sus raíces estén en ese espacio, aunque reconozca que tiene una casa en el pueblo y que se acerca siempre que puede. De hecho se nota que le duele no haber tenido más encargos de lo él que llama su tierra. Con la cara arrugada y el cuerpo concentrado para la conversación tiene algo de sacerdote rústico de la pintura. Un sacerdote con ideas propias, que hilvana su lección magistral con una facilidad deslumbrante, sin levantar la voz: “Si este mundo en que vivimos es catastrófico, lo que da la medida de esa catástrofe es el arte. Una catedral abarcaba tanto que abarcaba hasta a los tontos, no había nadie que no pudiera sacar algo de allí. Los artistas ponían voz a la sociedad, estaban vinculados por una serie de leyes colectivas tan firmes que nunca se hacía una mentecatez. Pero todo lo que va ocurriendo desde el siglo XVII, desde Velázquez y Vermeer, es una especie de sálvese quien pueda, surge a pesar de la oposición de la sociedad. La modernidad significa que ya no hay dogmas que te digan lo que está bien y lo que está mal. Ha habido una destrucción muy interesante de los lenguajes, en pintura mucho más que en las otras artes. Me parece perturbador, pero me gusta vivir en mi tiempo, aunque sea vivir en una duda absoluta, aunque sean los demás los que digan quién eres. Ahora nadie te habla de pintar bien; dicen: qué interesante”. Antonio López liga esa indefinición del concepto de belleza con la crisis que vive el ser humano en todos los terrenos: “Yo creo que el hombre tiene que sanearse, que sanear su relación con la naturaleza, que es muy mala. Lo reflejan ciertas formas del arte plástico que surgen del fondo del hombre y que lo están acercando a una forma de suicidio. Pero no creo que merezca la pena defenderse. A lo mejor no hay que ser tan arrogante como para mostrarse pesimista. Yo no puedo quejarme, siento que cumplo una función, y eso lo puede decir muy poca gente. Al arte se le da mucha importancia pero está hecho para muy pocos. Somos muy pocos los que necesitamos el arte para vivir. Las cosas verdaderamente importantes están moviéndose en otra dirección. Yo trabajo normalmente del natural y me gusta. Tienes una vinculación muy atractiva con personas y con espacios. Ayer empecé a pintar la Puerta del Sol sobre las siete de la tarde. Dos visiones opuestas, un extremo y el otro de ese rectángulo que es la plaza. No va a ser muy grande porque con un lienzo demasiado grande molestas cuando lo estás pintando”. Y sigue dando detalles sin perder el volumen comedido de la voz ni el aire machadiano, porque el arte es largo y además no importa.

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