El sol es Dios


El sol es Dios. Podrían haber sido las últimas palabras del faraón egipcio Akenatón. Igual lo fueron y no había por allí cerca un hagiógrafo capaz de hacérnoslas llegar. En cambio se sabe que las dijo el pintor londinense J.M.W.Turner (1777-1851) en sus últimos instantes, después de haber pasado buena parte de su vida pintando a Dios, es decir el sol, tal y como lo veían sus ojos. O sea, no la mancha rojiza del atardecer o la difusión pálida de una esfera entre la niebla, lo que habían pintado los grandes genios que le precedieron, sino el sol mismo. «Pinto lo que veo». Eso le dijo ensoberbecido a un crítico que le reprochaba que no hubiera incluido ojos de buey en el barco que domina una de sus pinturas. Antes de soltarle una fresca, Turner intentó dialogar con el crítico: «hombre, el barco está tomado desde un contraluz y en esa posición no son visibles los ojos de buey». Pero como todos los críticos, este sabía que si le daba la razón al artista, le cedía su poder, así que le repuso: «sí, claro, pero aunque no se vean, usted sabe que los barcos tienen ojos de buey». A lo que Turner, ya contrariado, replicó una de las frases que le han hecho célebre:« yo no me dedico a pintar lo que sé, sino lo que veo». Si no veía los ojos de buey, no los pintaba. En cambio, si veía el sol, tenía que pintarlo tal y como se mostraba ante sus ojos. En realidad, tal y como se mostraba ante los ojos de todos los pintores que le precedieron. Era el mismo sol. Pero había que desembarazarse de las últimas convenciones que el arte aún conservaba. Los pintores pintaban todavía menos el sol que habían visto en la naturaleza que el sol que habían visto en los lienzos de sus maestros, que a su vez habían pintado el sol de sus maestros y así hasta el principio de los tiempos. Turner, que era un competidor nato, luchaba por imitar las obras que más le habían impresionado de otros artistas, las que les habían hecho ganar fama; luchaba por imitarles, poniendo un punto más que ellos, ganándoles la partida. Donde los otros veían una bola difusa entre la niebla, él logró ver el sol sobre la niebla. Tenía la autoestima por las nubes. Me ha impresionado conocer en vivo esa faceta suya, que hasta ahora desconocía. La exposición en el Museo del Prado permite apreciar el diálogo entre el pintor británico y los cuadros de otros pintores que estimularon su competitividad. Ganaba a menudo, aunque también perdió a veces, porque era humano. Generalmente ganaba en el paisaje y perdía en el retrato, cuando había que colocar personas en medio de la atmósfera en la que resultaba casi imbatible. Desbancó a los grandes paisajistas y a los más afamados autores de cuadros marinos, consiguió pintar la luz del sol entrando de frente y deslumbrando al observador hasta hacerle entornar los ojos. Descubrió la sombra escarlata del atardecer. Pero hasta eso le parecía insuficiente. Se le quedaba corto reflejar en el cuadro lo que cualquiera puede ver, necesitaba detener la mirada un punto más allá. Y al igual que le pasó a Goya, entonces, en sus últimos años, empezó a pintar, más que el paisaje, la impresión pura, hasta el punto en que el mundo conocido se esfumaba, hasta el punto en que tenía que colocar marcas para que los encargados de colgar la pintura supieran dónde estaba la parte de arriba y dónde la de abajo. Lo tildaron de loco porque su madre había muerto en un manicomio y él mismo se había asegurado de difundir esa ascendencia visionaria. Empezó a hacerse pasar por un almirante retirado. Yo no creo que estuviera loco, ni siquiera deslumbrado por sus propios hallazgos. Había visto el sol, qué demonios. El mismo que, entrando por la ventana de una alcoba de Chelsea, derramó el rojo del crepúsculo sobre su frente en una tarde de 1851. Con la luz allí posada, Turner repitió aquellas palabras: «el sol es Dios». Después, expiró.

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