El evangelio según Saramago


Los libros leídos hace tiempo se disuelven en una nebulosa. A veces no recuerdas la trama y sin embargo se mantiene vivo un estado de ánimo que asocias al título, al lugar donde lo leíste, a tus vivencias de entonces. Es el problema de leer como quien fuma, encendiendo un libro con la colilla del anterior. Al final todos se mezclan y llegas al olvidarlos, aunque te quedan vivas sensaciones que forman ya para siempre parte de tu biografía sentimental. Hay libros que me encantaron y que rehúyo releer por miedo a desvirtuar aquella sensación que me dejaron en otros momentos de mi vida. El señor de los anillos, por ejemplo, inabarcable en un verano de mi adolescencia que llené leyéndolo hacia atrás para que no se acabara, transido de frío y de oscuridad en atardeceres vividos en las montañas de la Tierra Media, ajeno a la realidad de un sillón de escay en el que sudaba a chorros. Justo al contrario me ocurrió con El evangelio según Jesucristo, de Saramago. Lo leí en invierno y de él guardo un recuerdo desértico y polvoriento, aunque ahora al hojearlo descubro que también se mojan los personajes y pasan frío. Siempre repito que es el libro que más me ha gustado de su autor, pero nunca hasta la fecha me había parado a analizar por qué. En Todos los nombres y Ensayo sobre la ceguera, por ejemplo, Saramago construye atmósferas que te agobian y te involucran, a veces a tu pesar, aunque nunca consigues olvidar del todo que brotaron, más que de una idea, de un ideal. Porque Saramago lo primero que escribía era el título, es decir, la idea generatriz. Es lo que me impide terminar de sumergirme del todo, soltarme de la orilla, creérmelo hasta el fondo. Me repatean las alegorías. Y no es que El evangelio… no parta de una idea, la de que Jesús era un hombre corriente utilizado por Dios en su beneficio. Pero estamos tan acostumbrados a acercarnos a la religión a partir de anécdotas bíblicas, de parábolas que no son otra cosa que alegorías, que por pura costumbre cultural nos resulta más fácil aceptarlo. El único cambio es que, en la novela de Saramago, Dios es un bicho. Resulta apasionante el diálogo decisivo que mantiene con Jesús: “Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque tengamos que luchar, yo y tú, con muchas contrariedades, pasaré de dios de los hebreos a dios de lo que llamaremos católicos, a la griega. Y cuál es el papel que me has destinado en tu plan, El de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar la fe (…) Me dijiste que me darías poder y gloria, balbuceó Jesús, temblando aún de frío, Lo daré, lo daré, pero recuerda lo que acordamos en su día, lo tendrás todo, pero después de tu muerte, Y de qué me sirven poder y gloria si estoy muerto, Bien, no estarás precisamente muerto, en el sentido absoluto de la palabra, pues, siendo tú mi hijo, estarás conmigo, o en mí, aún no lo tengo decidido de manera definitiva.” Por párrafos como este, a lo Monty Python, la iglesia católica ni siquiera ha respetado el dolor de los seguidores de Saramago en los días en que andaban dándole el último adiós. El diario del Vaticano, L’Osservatore Romano adornó la noticia de su fallecimiento calificándolo de “populista extremista de ideología antirreligiosa y anclado en el marxismo”. Una ingenuidad terrible, similar a la que atribuirían a Salman Rushdie los fundamentalistas islámicos. Ya hace años, Saramago había tenido que exiliarse de Portugal y convertirse en una especie de mártir él mismo por la acogida de su libro en ciertos círculos influyentes de su país natal. Vivía en medio del polvo turístico de Lanzarote, en un mundo de ideas nobles, un reino singular que dominaba. E impartía sus opiniones a través de los medios de comunicación como el dios de su novela asomado entre las nubes.

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