LLegar



Los albaceteños vamos a tener que agradecerle al menos una cosa a Fidel Castro y su nefasto régimen. Que huyendo de su terror indiscriminado, vinieran a vivir entre nosotros los Molina Pantiga. Buena gente que ha traído briznas de la fronda de su Caribe a nuestro querido páramo. A León, que llegó siendo un crío, se le sigue notando cuando habla un deje, un tonillo que no tiene nada que ver con nuestras recias eses manchegas en medio de las palabras. Al mezclarlo con el gracejo de Ana Sotos, ha desarrollado una sabiduría cubano manchega, que destila en sus artículos de los martes en La Verdad. Además, como ya observó el maestro Sarrión, este cubano ha sabido fabricarse una cabeza de predicador anabaptista ideal para pasar a la posteridad desde el retrato de las antologías. Pero le faltaba llegar del todo, como si anduviera todavía suspendido entre sus orígenes y la tierra de adopción, sobrevolando las cosas sin terminar de encontrarse en ellas. Hasta que se mudó a Yetas. En el último recodo de la provincia de Albacete, donde la sierra se asoma casi a Murcia, pero está tan lejos de todo que es como si fuera el Caribe. En largas caminatas por ese paraíso y en el trato cotidiano con los aldeanos de la vecindad, León se ha ido reconstruyendo de sus estreses y ha vuelto al jipismo más puro de nuestra juventud y ha vuelto poeta reposado y soberbio. Ha descubierto el modo de macerar los versos, escandiéndolos con el piano de los dedos sobre el primer tocón o la primera piedra que alumbra la luz de la mañana o la última que lame el sol de atardecer. Cierto que en su libro anterior, El Son Acordado había ya adelantos de ese descubrimiento en poemas inolvidables como Vigor de la aurora, donde compartimos con él la sensación de libertad animal que puede producir una simple meada al alba. Pero siendo aquel un libro magnífico, en el que el poeta veía irse el agua del río sin su rostro o se sentía llover con la lluvia sobre la tierra amada, aún le separaba un velo de retórica. Estaba recién aterrizado en la sierra, podía acordar su diapasón con el pulso de los elementos, pero necesitaba más tiempo para fundirse con ellos. Ese tiempo ha transcurrido. Llegar, el libro recién publicado, da fe de la comunión. Ya no hay mediaciones. Es más, existe tanta identidad entre León Molina y la tierra que pisa que muchas veces no es necesario ni que nombre el paisaje para que lo notemos. Mira un pájaro y es el pájaro. Ve que echa a volar y siente la pérdida de algo suyo: “Algo mío que desconozco / se ha llevado con él. / Pero no la luz ni el silencio / que compartimos por unos instantes.” La poesía es ese misterioso polen inexpresable que queda entre los dedos del poeta, pero también en los del lector, cuando el poema, como en este caso, ha logrado de lleno su objetivo. Y así pasa con uno y con otro, sin prisa pero sin pausa, con la naturalidad de un paseo. Una conversación con un pastor puede dejar rastros de ese polen intenso y misterioso. Y la visita a una cueva que fue refugio de gentes escapadas de la guerra, cuando se apaga la linterna, y nos deja desnudos con nuestro ser más elemental: “Dentro de la montaña / soy un animal asustado.” El poeta es a la vez frágil como un niño y poderoso como un dios, como el dios que mientras toma el café del desayuno, observa que las cosas pasan justo como él quiere que ocurran: “He decidido que amanezca / y que vengan los pájaros / a posarse en el almendro desnudo…” Poemas que contienen esa cualidad que uno le pide a los poemas. Que sean memorables. Ninguno tanto para mí como mi favorito de este libro: “Ya no hacen falta las palabras”, una escena de amor sin más chisporroteo ni aderezo que el de la lumbre de la chimenea. La sencilla intensidad de un poeta intemporal en un paisaje que es a la vez todos los paisajes.

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