Libros para contar el tiempo


El reloj es el instrumento más preciso para medir el tiempo, pero tiene un defecto: los relojes nos hacen creer que el tiempo es exacto, inexorable en su transcurrir. Sabemos que no es cierto. Einstein demostró que el tiempo y el espacio guardan una relación cósmica y que juntos pueden deformarse. No hace falta, sin embargo, ir tan lejos: cualquiera que haya pasado una hora en un atasco de tráfico y otra tomando unos chatos con los amigos, sabe que no miden lo mismo. Y no digamos al recordar. Los recuerdos tienen un tiempo propio, que a veces se activa por un olor, un sabor, una palabra, un acento, un lugar. A veces por una simple asociación de imágenes. Pues bien, ese tipo de tiempo vive en los libros de una biblioteca. Al menos, en la mía. No hace falta que ni que estén. Recuerdo incluso los libros que presté y no me devolvieron. He de reconocer que soy un poco avaro con los libros: conservo viva la imagen del tipo entusiasmándose: “ah, mira, tienes este; déjamelo, porfa, porfa”. Recuerdo mis anotaciones, frases enteras en el caso de La prensa y la calle de Juan Luis Cebrián, o sensaciones que tuve leyéndolo en el caso de En busca del rey, de Gore Vidal. He tenido luego ocasión de reponerlos en veinticinco años, sabiendo además que los prestatarios están lejos, habrán cambiado de casa, y que aunque conservasen aún los volúmenes, ellos ya no me reconocerían. Los he comprado, pero para regalarlos, no para tenerlos; me parecería contribuir a una usurpación. Todo ello a sabiendas de que los libros cambian, aunque nadie los toque, aunque permanezcan quietos y ordenados en los anaqueles de la librería. Quién no se ha frustrado al intentar recuperar las viejas sensaciones de las lecturas de la primera edad, de las anginas o el sarampión. A mí me pasó cuando intenté retomar Robinson Crusoe, de Daniel Deföe, que no digo que no sea un libro de referencia, pero ya no era el mismo que leí y releí con fervor. Incluso las hojas están ahora resecas y amarillentas, crujen ásperas cuando las paso, han absorbido el polvo de todo este tiempo, se han desdibujado los textos. Es otro libro, qué caramba. Y de cuando empecé a marcar con notas mis lecturas, a sentirme protagonista como lector, a intervenir, encuentro en los márgenes opiniones que ahora me parecen disparatadas, excesivas, ostentosas, grotescas. Me sonrojo leyéndolas y no me identifico con las citas que entonces, con tanto entusiasmo subrayé. Llego a preguntarme si fui yo quien trazó semejantes dislates, pero no puede ser de otro modo, ya que nadie más, que yo sepa, leyó estos libros que ahora me parecen tan viejos. El tiempo contado de otra manera, ya lo adelantaba al principio. Y si uno ha tenido la suerte de escribir y publicar, los libros propios también tienen su propia manera de contarte el tiempo. No me refiero sólo a las torpezas que diste a publicar y que hoy comprarías o robarías ejemplar a ejemplar y quemarías luego hasta borrarlos del mapa, como hizo Borges con su primer poemario. Es que cada volumen sigue su curso, vive su vida, llena de avatares. Si lo reencuentras, puede resultar doloroso, como cuando me topé en un mercadillo de segunda mano con el libro que años antes había dedicado con cariño y torpeza a un amigo que luego falleció. O descubrir con sorpresa que un ejemplar determinado de uno de tus primeros libros vale varias veces su precio, sólo y paradójicamente porque lleva adherida una dedicatoria y la firma del autor. A veces he sentido la tentación de comprarlo para descubrir quién fue el canalla que lo revendió. Algún crítico, seguro. Cuando dominen el mercado los libros electrónicos, me pregunto cómo se plasmarán en ellos las dedicatorias del autor. Seguro que ya hay un modo. Y qué será de mi biblioteca, una parte de la cual heredé de mi padre y por la que me gustaría que me recordaran mis hijos. Un tiempo que es futurible, pero al que ya me anticipo con la libertad cósmica que me ofrecen los libros.

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