Por suerte, la mayor parte de las palabras del idioma son comunes y así podemos entendernos. Luego están las que desbordan la lengua cotidiana, las que están fuera del alcance de los alumnos de la ESO, como decía un humorista. Además están los términos comarcales o locales que invitan a los coleccionistas a reunir un montón de vocablos en un diccionario por ejemplo manchego, como el de José S. Serna y todos los que hemos intentado imitarle. Finalmente están las palabras que sonaban en la casa de uno con cierta frecuencia y que después se han desvanecido para siempre, o casi. Yo creo que sólo te das cuenta de su importancia mucho más tarde, cuando la casa en que te criaste está ya lejos, en la memoria, en la nostalgia o donde sea, es decir fuera del alcance físico. Entonces son esas expresiones familiares las que acuden a rascarte las fibras sensibles y a ayudarte a comprender de qué mundo imaginario vienes. Por ejemplo, cuando en mi caletre empezaban a asociarse las palabras con sus significados, oía mucho decir a mis padres que a algún conocido se lo llevaban los morceguillos. En una edad en la que los personajes de Walt Disney y los de Hanna-Barbera conformaban una realidad paralela, esos seres, los morceguillos establecían un puente con el mundo tangible. Al cabo de oírlos mentar de vez en cuando, llegué a comprender que esos bichos que secuestraban a conocidos de mis padres y luego los liberaban, casi de inmediato, eran seres voladores. Y poco después, porque mientras creces, al menos yo, eres lento de entendederas, pude colegir por el contexto que la expresión era una metáfora (aunque aún no supiera qué demonios era una metáfora). Querían decir mis padres que la gente a la que aludían se había enfadado mucho, tanto como dar la sensación de haber sido raptada y convertirse en otra persona, aunque en realidad lo que ocurría es que, del cabreo, perdía el control o estaba a punto de perderlo. Al final supe que los morceguillos son los murciélagos y que existen cuevas que se llaman así, de los morceguillos, sin duda porque la penumbra húmeda es el lugar que prefieren para dormir bocabajo, como siempre los vemos en las películas hasta que el protagonista los espanta y se forma un guirigay aterrador. El propio Serna nos recuerda que en el escudo de Albacete figuran tres castillos y que los sobrevuela un murciélago, murciégalo o morceguillo. No eran sin embargo los únicos especímenes imaginarios de la fauna familiar. También estaban los mengues. Mi padre los mentaba cuando no lograba encontrar una llave, un bolígrafo o cualquier otro objeto susceptible de distraerse de su sitio habitual. ¿Es que hay mengues?, preguntaba. Durante un tiempo me esforcé en asociarlos con los duendes de los que yo empezaba a leer historias no recuerdo si de los hermanos Grimm o de Andersen. Mengues y duendes suenan casi igual, pero no son lo mismo. Más tarde he sabido que el mengue es una voz gitana, que significa diablo o espíritu de un muerto. Dejé de creer en ellos el día que mi padre buscaba una onza de chocolate de la que yo me había apropiado. Por supuesto hay más expresiones, y no son necesariamente caseras, como se va viendo. Pero su valor es casero. Como la gente estomagante, que de puro pesada o desagradable te produce nauseas. O el bollagas, individuo de anchos carrillos que habla como si tuviera la boca llena y que de puro satisfecho y pagado de sí mismo resulta antipático. También estaban las misteriosas. Mis tías ponían mucho énfasis para referirse así a unas señoras que le sacaban punta a todo, incluso a asuntos que eran por naturaleza romos. Aparte, cuando mi hermana y yo nos poníamos insoportables, mi madre nos amenazaba con acoquinarnos, que ella no sabía que significaba hacernos perder el ánimo. Por supuesto, me produce acoro (la impresión o el miedo que da arrojarse al agua y no encontrar la superficie) rescatar estas expresiones, pero quiero dejar constancia porque pertenecen a un reino privado y desaparecido del que sólo así puedo salvar algunos ecos.
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