Es un hecho que a los bravos chavales que terminan el Bachillerato cada vez les resulta más difícil decidir qué estudios cursarán el año siguiente. Lo que no termina de quedarnos claro es por qué. Intuíamos que puede faltarles maduración, que cada vez cuajan más tarde. Sin embargo el psicólogo Barry Schwartz asegura que el problema es precisamente tener que elegir entre demasiadas opciones. Y añade que no sólo es un problema de los bachilleres, sino que lo tenemos todos y en todas las facetas de la vida. Desde comprar unas galletas en el supermercado a ver un rato la tele. En todo se nos abre un amplio abanico de opciones y eso nos pone más difícil ser felices. Derrochamos la energía en comparar precios, marcas, calidades, ingredientes y sus variantes infinitas. Dice Schwartz que en Estados Unidos las depresiones casi se han duplicado, cuando el aumento del nivel de vida debería contribuir a lo contrario. Tampoco aquí hemos tenido nunca tantas posibilidades para elegir ni tanta libertad para hacerlo. Pongamos por caso la tele. La TDT nos ofrece una colección de canales para zapear a nuestras anchas. No están tan lejos los tiempos en los que había un solo canal, sometido a una férrea censura, que emitía en blanco y negro y que a menudo sólo mostraba nieve acompañada de un molesto ruido. Había que levantarse del sillón para zarandear el aparato y hurgar en los botones en busca de un arreglo improbable. Y disfrutábamos como enanos con programas como Bonanza o Los Chipirritifláuticos o incluso, si burlábamos la vigilancia paterna, de series como Los invasores o Ironside, por citar ejemplos que luego en revisiones posteriores hemos comprobado que eran infames. ¿Cómo podría yo tener mitificado este bodrio? No existía comunicación más lejana de la que permitían las voces: ¿a dónde vais? A la era a echar un desafío. Termino los deberes enseguida, esperadme. Y no nos molestaba aquella monotonía. Claro, que no teníamos, en general, altas expectativas, a pesar de lo cual hemos llegado lo lejos que se puede llegar sin arrepentirse uno demasiado. Sin embargo, de la mano de Schwartz apreciamos el presente con ojos más sagaces y confirmamos que el progreso está lleno de servidumbres. Los humanos, igual que solemos tener una nariz y dos orejas, estamos también sometidos a fuerzas interiores que son difíciles de controlar. Por ejemplo, a más opciones, más altas expectativas. Queremos lo mejor. Si nos sentamos a ver la tele, zapeamos a ver qué echan y nos cuesta conformarnos. Nada nos parece lo bastante bueno. Tal vez terminemos quedándonos en un canal, pero preguntándonos qué pasa en los otros, lo que nos impide disfrutar plenamente del elegido. En cuanto tenemos ocasión, zapeamos de nuevo. Si nos hemos perdido un gol o un chiste, por si faltara algo, nos cabreamos y nos arrepentimos de haber tomado una decisión errónea. Además, nos acostumbramos pronto a lo bueno: ya se nos ha olvidado lo que adorábamos el mando a distancia el primer día que lo manoseamos, qué sensación de poder. Ahora es una simple herramienta que nos hace más cómoda la vida y a la que sólo prestamos atención cuando se le acaban las pilas o se estropea. Y qué amargura si nos llama un amigo y nos dice que se lo ha pasado bomba viendo un programa que no habíamos considerado en nuestro zapeo, porque una de las cosas que más infelices nos hace es la de compararnos con el vecino cuando a este le va mejor. Lo de la tele es un ejemplo banal, por supuesto, y para adultos: a menos que uno sea muy gilipollas. Los avatares televisivos pueden granjearte como mucho una pequeña frustración intrascendente. Sin embargo la insatisfacción de elegir entre demasiadas opciones es extrapolable a facetas en las que sí nos va la vida, como elegir a los dieciocho la carrera que vas cursar y a la que puede que te consagres. Ya no digamos si tienes catorce y te piden que elijas a la carta tu destino. Quien debe decidir en esa edad, con cabeza, es la administración educativa, por la felicidad de todos.
Barry Schwartz: Por qué más es menos. La tiranía de la abundancia (2005). Editorial Taurus.
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