Los elementos


Volvemos completamente empapados de un paseo bajo la lluvia y algunos vecinos no pueden evitar saludarnos como si fuésemos marcianos. Es verdad que nos hemos dejado sorprender, que no estaba previsto que Verónica trajera el pelo chorreando y tampoco que el agua nos calara todas las capas de ropa, incluida la interior, pero también es cierto que además de ensopados venimos colmados de una extraña sensación de libertad casi olvidada, pariente de las travesuras de la infancia. Aunque es obvio que ya no somos niños y la alegría se empaña con sombras, como el miedo de constiparse; pero eso sólo sucederá si nos enfriamos, y no pensamos permitirlo. También pesan todos los telediarios de la semana: haber visto las imágenes de pueblos enteros anegados en Andalucía y haber escuchado los testimonios desesperanzados de los que lo han perdido todo en la crecida. Casi se siente uno culpable de disfrutar tanto con la cara positiva del mismo meteoro. Los humanos somos así en todos los sentidos, también en el de disfrutar mojándonos: basta con consultar la cineteca y ver otra vez a Gene Kelly bailoteando, eso sí bajo un paraguas, aquello de “singing in the rain” (por cierto que, en inglés, cantar “sing” y pecar “sin”, se llevan muy poquito). Dicen los expertos en cabañuelas que aún nos queda una nevada. Pues bien, a falta de esa última nevada del invierno, si es que no ha caído en los días transcurridos entre la escritura del artículo y su publicación, la temporada ha dado para casi todo. Hemos visto carámbanos de dos metros colgando de los aleros de los tejados, carámbanos como hacía muchos años que no se veían por estos lares. Si hasta parecían una especie en extinción. Y sin embargo, ahí estaban, mucho menos míticos que en la memoria, más amenazadores para los usuarios de las aceras. También nos está visitando el viento en todas sus versiones, desde todas las direcciones, a todas las velocidades. Lo hemos sentido bambolear el coche, sacudir las persianas durante la madrugada, ulular como un animal en celo. Hemos luchado contra su empeño tanto a pie como en carrera. Dashiell Hammett insinuó en Cosecha Roja que el viento posee una fuerza oscura que es capaz de violentar el ánimo de las personas. Le atribuye que una ciudad como Personville (villa persona o algo así) acabara siendo conocida como Poisonville (villa veneno). Ignoramos si el de aquí tiene esos mismos poderes. Esperemos que no. Por supuesto hemos experimentado la nieve; la hemos disfrutado con los sentidos y la hemos sufrido en las comunicaciones. Todavía están las calles heridas de baches y arañazos de las máquinas limpiadoras y las palas de sal. Nunca tantos fotógrafos se han afanado en inmortalizar el acontecimiento. Hasta hemos visto fotos aéreas de Albacete como un barco varado en la nevada. Pero al margen de las fotos, que no dejan de ser vivencias postizas con las que intentamos atrapar la vida que se nos va para rescatarla luego fosilizada, yo me quedo con ciertas experiencias que sé que será muy raro que pueda repetir. Por ejemplo la marcha organizada por el Centro Excursionista de Albacete, en la que bordeamos el pantano del Talave para dirigirnos hasta Liétor por una ruta a través de la serranía. Al principio creímos que el autobús no podría ni siquiera llevarnos al punto de partida, pero una vez allí, nos internamos en el paisaje que se iba blanqueando, igual que nosotros mismos, como si fuéramos exploradores en tierras vírgenes. Oír tu propio resuello y nada más, sólo los pasos de los que te preceden y los que te siguen, sentir el toque sedoso y constante de la nieve, oler los aromas montaraces intensificados por la humedad y las pisadas, saber que ese paisaje no ha sido antes como lo ves y no volverá a serlo, participar de la camaradería espontánea y de las risas de quienes te acompañan, son sensaciones que se acumulan en una marcha de cinco horas y que se quedan grabadas para siempre, más profundas que cualquier fotografía. Un lujo para urbanícolas. Y sin salir de la provincia, gracias a la nieve, que vino a buscarnos

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