El flamante Adonáis



Rubén Martín es el tercer albaceteño que gana el premio Adonáis de poesía, después de Juan Carlos Marset (1989) y Luis Martínez Falero (1997). Curiosamente, estaba como alumno en clase de Luis, en la Universidad Laboral, cuando al profesor lo vinieron a llamar para avisarle de que acababa de obtener el galardón con su libro Plenitud de la materia. Dice Rubén que al ver al día siguiente la foto de Falero en la portada de los periódicos empezó a tomar conciencia de la magnitud del acontecimiento, que al principio sólo les había granjeado a sus compañeros y a él el espontáneo alivio de librarse de una sesión de clase. La anécdota apunta la impresión engañosa de que el don de la escritura se transmite de mano en mano, igual que decían que las brujas se transmitían de madre a hija los poderes mágicos en el puño del almirez. Como es lógico hacen falta más que poderes mágicos, aunque existan conexiones anecdóticas entre los tres ganadores nacidos en nuestra provincia: Marset y Falero habían jugado de niños en Riópar, para luego no volver a verse hasta que cada uno de ellos poseyeron ya la estatuilla que honra al ganador. El premio empezó a concederse en 1943, al principio de una manera discontinua y casi anónima, hasta que llegaron poetas que fulguraban nada más obtenerlo, como José Hierro (1947) o Ricardo Molina (1949). Pero lo que le dio ya el tirón definitivo de la fama, esa modesta fama que puede alcanzar la poesía en medio de un panorama donde los focos iluminan otros géneros, fue con El don de la ebriedad, el deslumbrante libro de un chaval de 18 años, de nombre Claudio Rodríguez. Aun hoy sigue siendo uno de los poemarios capitales del siglo XX español y para algunos el mejor libro de su autor, que llegó a publicar otros tres y medio más. Vicente Aleixandre, que desde su sofá de postrado de la calle Velintonia gobernaba el discurrir lírico de la España de entonces, resumió el parecer general: ¿cómo puede ser tan bueno este chico sin parecerse a nadie que haya escrito antes en castellano? Todavía hoy sigue siendo la piedra de toque del Adonáis y a todos los que lo ganan, de un modo u otro, los comparan con él, aunque la mayoría no tengan nada que ver en el estilo y menos aún en la calidad. Pero, desde Claudio Rodríguez acá, todos los poetas españoles hemos querido ganar el premio. Algunos ya no podremos, porque rebasamos los 35 años, la edad máxima permitida para participar, y se nos pasó el arroz. Que lo hayan obtenido tres albaceteños en sesenta y siete años es una buena media, me parece. Además que, tanto el libro de Falero como El minuto interior, el recién aparecido del flamante ganador Rubén Martín, están muy por encima de la calidad que han mostrado los ganadores de las últimas décadas, en las que los jurados o no han tenido dónde elegir o han errado el tiro por mucho. Cierto que en un certamen tan veterano siempre se acumulan más los años grises que los gloriosos. Pero luego nadie recuerda los grises y ahí están poetas definitivos como Valente, Sahagún, Brines, Luis Feria, Diego Jesús Jiménez, Eloy Sánchez Rosillo, Blanca Andreu o Luis García Montero, mejorando lo presente. Rubén Martín, como la mayor parte de los buenos poetas se dedica a un oficio que no tiene nada que ver con la poesía. Es técnico especializado en autómatas programables. Y de hecho, en el tiempo en que lleva trabajando duramente en mejorar su escritura, ha intentado que en su entorno nadie sepa que escribía. Le daba prurito. En cualquier caso a la poesía le sienta mejor el secreto, o por lo menos, la intimidad. Se escribe desde la soledad y la manera más habitual de degustarla es también en solitario, aunque cualquiera disfruta escuchando leer poemas a alguien que sepa leerlos. Ahora Rubén Martín, un poeta sobrio, contemplador, pensativo, no puede seguir ocultando que escribe poesía. Piezas como Dimensiones o La madre  ya no son sólo suyas. Son del mundo, a través del Adonáis que las ha propulsado.

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