Perito en lunas


La vida real destiñe, pero las leyendas quedan. Por eso ahora el centenario del nacimiento de Miguel Hernández ha levantado una polvareda que lleva cegándonos desde enero. Del poeta que cuidaba cabras y que murió en la cárcel de Alicante de tuberculosis y abandono importa mucho más su leyenda que su obra, que no ha leído casi nadie, como siempre. Al fin y al cabo, su voz sirvió para que renaciera la esperanza ante un Régimen que no pudo acallarlo. Es un símbolo. Mucha culpa de ello tuvieron los cantautores, sobre todo Serrat, que lo había leído en la Universidad de Barcelona, con veinte años, mientras tonteaba con un ligue, y que después supo rescatarlo con su música. Yo descubrí a Machado y a Hernández en la voz de Serrat. Le debo el ser poeta. A él y a otras personas, pero a él en un alto porcentaje. También Jarcha inundó las radios con versos de Hernández. Eran los tiempos en que cualquier poema, con la letra apropiada, podía ser un himno. Y más si lo había escrito un mártir. Aprendimos de memoria la Elegía a Ramón Sijé y la recitábamos con el pulso acelerado, sin saber siquiera, y qué importaba, que Sijé era un seudónimo y que Hernández muy probablemente estaba expiando en el poema la culpa de haberlo traicionado al pasarse al comunismo. No es la única sombra en la vida del mito. Tras un periodo en segundo plano, durante la Transición, empezamos a conocer más interioridades que habían sido ensombrecidas por el resplandor de la fama. Supimos que cuidaba cabras, pero que las cabras eran de su padre, que mantenía una posición acomodada en Orihuela. También, eso sí, que su progenitor era un patán que lo sacó de la escuela y que le sacudía palizas por la noche si lo sorprendía leyendo con la luz encendida. Supimos que la vida de Hernández no fue nunca fácil, pero que él también le sacó punta para despertar compasión y granjearse la amistad de sus ídolos. Supimos que no todos lo acogieron con la misma simpatía y que el otro mártir, Lorca, le pedía a Aleixandre que no lo invitara a sus reuniones porque olía mal. Una vez muerto, Cernuda lo trató sin compasión: “Había en Hernández, y hasta en exceso, todos los dones primarios que indican al poeta; le faltaban los que constituyen el artista y no creemos que, de haber vivido, los hubiese adquirido. Porque era un tipo de poeta que suele darse en España: fogoso y de retórica pronta.” Supimos también que a Hernández le impidieron exiliarse a Portugal porque los aduaneros recelaron al verle asomar del bolsillo un reloj de oro que contrastaba con sus ropas harapientas. Era el regalo de Aleixandre por su boda. Al oírle hablar, se deshizo el equívoco. Demasiado tarde, porque uno de los agentes era paisano suyo y lo había reconocido. Eso cuentan. Y después de tanto leer sobre la vida de Miguel Hernández, uno sentía confusión y necesitaba contrastar de nuevo tanta información y tanto homenaje sobre su figura con su obra real, con su poesía. Lo he releído de cabo a rabo, como quien se toma una medicina recetada por el médico aun a sabiendas de que el sabor no va a ser del todo de su gusto. Porque Cernuda llevaba razón en gran medida. De los casi setecientos poemas que escribió Hernández a lo largo de su vida (sólo publicó en libro alrededor de un centenar) la mayoría son infumable hojarasca retórica, pasto de eruditos (son palabras del crítico García Martín, otro tipo duro), poesía para leer en voz alta, declamando a la antigua usanza. En medio hay versos sueltos que pueden aprovecharse como citas. Pero también, a mi modo de ver, asoman un puñado de poemas magníficos, arrebatadores. Serrat eligió muy bien. Los salvó todos: Umbrío, El niño yuntero, Para la libertad, Canción última, Llegó con tres heridas, Nanas de la cebolla y la Elegía susodicha. ¿Pocos? Cuántos salvamos del mejor poeta que podamos imaginar en castellano. Al final quedan eso, cuatro o cinco poemas memorables. El resto da igual que sean notables o simple hojarasca para liar tabaco.

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