Unas británicas sagaces han escrito un libro para informar a sus compatriotas que aterrizan por primera vez en España sobre la idiosincrasia de los que andamos por aquí. Las dos escritoras están muy instaladas entre nosotros, tanto como para presentir que nos conocen. El locutor de radio les pregunta qué es lo que menos les gusta de nuestros usos y costumbres. Las dos replican casi al unísono: la burocracia. Cualquiera hubiera pensado, por ejemplo, en nuestra manía de hablar a gritos en público, que a veces nos acompleja cuando la contrastamos con el ronroneo de los europeos. En la burocracia, en cambio, no habíamos reparado. Debe ser que las colas están tan implantadas en nuestra rutina como el morro de los que se cuelan. Ya ni nos damos cuenta de que vamos de una ventanilla a otra para que nos remitan a la primera de nuevo y así ir rebotando como una pelota de baloncesto hasta que se te hinchan las narices y levantas la voz o bien te rindes y te largas. Larra nos dejó escrito el guión para que lo fuéramos repasando todas las generaciones en un artículo titulado Vuelva usted mañana. En mis tiempos se estudiaba en el bachillerato y no sé si se seguirá estudiando todavía, aunque sería muy edificante que así fuera para que, aparte de tomar conciencia literaria, los chavales vayan tomando conciencia de españolidad. Yo lo leí seguido de otro también muy instructivo y vigente en el que Larra refleja, con la misma ironía, al castellano viejo que te sacude el polvo de la espalda de la chaqueta de un guantazo amistoso cuando te lo encuentras por la calle. Ese tipo que confunde la contundencia con la cordialidad. Aquellos artículos de Larra van a cumplir pronto dos siglos y en lo único que hemos avanzado es en ir aumentando el número de ventanillas a las que volver mañana. Ahora tenemos las municipales, las de las diputaciones, las autonómicas, las nacionales y las europeas. Y entre todas ellas forman un laberinto de organismos y subcontratas que no cabe en las páginas de este periódico. La llegada de internet ha inspirado a los iluminados del marketing la idea de implantar la ventanilla única, que vendría a ser la promesa de solución de todas las colas. Pero aún estamos lejos de ese ideal. Por ejemplo, para sacarte el carné de identidad, le pides cita al ordenador que te muñe a una hora, pero cuando acudes puntual comprendes que la realidad supera la buena voluntad de los burócratas y los funcionarios. Tus cuarenta minutos de espera no te los quita nadie. Y da gracias, que antes eran más y ni siquiera había sillas para todos. Se quejan de nuestra burocracia las inglesas del libro, puede que con razón. Y sin embargo algo hemos mejorado, porque ahora ese último papel imprescindible que antes te obligaba a volver a casa a rebuscar en los cajones y a perder tu turno en la cola y tal vez la jornada, con suerte te lo saca el funcionario amable de los entresijos de internet. A menos que seas inmigrante indocumentado y te hayas propuesto empadronarte en ciertos pueblos que tienen restringido el derecho de admisión. Además, los empleados de las ventanillas han mejorado mucho de talante desde los tiempos de Larra y te piden que vuelvas mañana con una sonrisa amable. Pero ser español marca. El otro día fui a ver la película Precious, la de esa negrita obesa y maltratada por todos a la que le van a dar el Oscar a la mejor actriz. Pues bien, lo que no me creo es que le cambien la vida dos empleadas: Una maestra que le toma cariño y se desvive tanto por enseñarle a leer como por buscarle una casa, y una asistenta social que es capaz de escucharla y que toma la decisión inaudita de apartarla de su tirana madre. Son tan profesionales, tan aplicadas en su trabajo que no me las creo. Y no dudo que existan, incluso aquí. Mi incredulidad viene de ser español. Debe ser una deformación mamada en el bachillerato, durante los tiempos en que leía a Larra.
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