Dan Coyle es uno de esos tipos tenaces y emprendedores que lo mismo entrenan equipos de niños con dificultades que se mudan con toda la familia a Girona para seguir durante un año al ciclista Lance Armstrong. Luego lo cuenta porque para eso es periodista. Su penúltimo reto ha sido demostrar que el talento no es una virtud con la que se nace, sino que está al alcance de cualquiera. Cualquiera que se lo proponga, claro. Y que siga unas reglas elementales. En Las claves del talento, Coyle intenta resumir esas reglas. Para ello ha viajado a lo que él llama semilleros de talento, es decir aquellos lugares de donde han surgido varios triunfadores en cualquier especialidad. Se ha dedicado a observarlos, a entrevistar a sus profesores y, en definitiva, a ver qué tienen en común. Por ejemplo, con lo grande que es Rusia, por qué la mayoría de las tenistas que han llegado a estar entre las 20 primeras proceden de un mismo club, que encima es pobre y tan solo dispone de una pista cubierta. Y cómo logra una escuela de música que utiliza como local una antigua tienda producir a varias estrellas de la música pop. O por qué de una familia británica pobre, que vivió en un pueblo remoto y sin acceso a la escuela, surgieron tres escritoras de la talla de las hermanas Brontë. Esto ha investigado Coyle tratando de abarcar el mayor campo de actividades posible, porque llamamos talento a la capacidad para el desempeño de una especialidad, cualquiera que sea. Las conclusiones las adelantó Aristóteles hace 23 siglos: la excelencia es un hábito. Basta con trabajar sobre la técnica, conseguir un sistema de autocorrección permanente y concentrarse en apuntalar los puntos débiles. Siguiendo estas líneas básicas, cualquiera puede convertirse en talentoso. Evidentemente cuesta más hacerlo que decirlo. Para empezar, hay que practicar muchísimo. Y cuando digo muchísimo, quiero decir años. En concreto, una década. Es algo que se sabe desde 1899, cuando se estableció la regla de los 10 años, que demuestra que la habilidad a nivel mundial en cualquier campo requiere al menos una década de práctica intensa. Por ejemplo, Boby Fisher consiguió ser gran maestro de ajedrez a los diecisiete años después de nueve sin pensar en otra cosa. ¿Y qué pasó con Mozart? Pues calculan que a los seis años había estudiado 3.500 horas de música con su obsesivo y tirano padre. Pero por mucho que se obligue a alguien a practicar una actividad, perderemos el tiempo si ese alguien no quiere aprender. Digamos que para ser un genio, además de practicar mucho, hay que disfrutar equivocándose y volviéndolo a intentar, es decir hay que estar verdaderamente loco por la actividad en la que uno se enfrasca. Según Coyle, hay dos tipos de maestros: los que sirven para encender la llama de la pasión, sin entrar en muchas honduras, y aquellos que pueden ayudar a corregir y pulir la técnica cuando la llama ya está encendida. Ambos son imprescindibles, cada uno a su debido tiempo. Unos en primaria y otros en la facultad, aunque claro, la educación reglada española no forma parte de los semilleros de talento de Coyle. Sí ha puesto en cambio atención en las características que reúnen los profesores que han proyectado más alumnos a la excelencia. En la primera etapa, consiguen que se diviertan y que vayan reclamando poco a poco cada vez más información sobre la actividad. En la segunda, los buenos profesores son capaces de presentar el material de distintas maneras, según lo requiera la personalidad del alumno, al que conocen y estimulan para que no pare de aprender, ofreciéndole nuevos retos cada vez que alcanza los anteriores. Vamos, que no se estanque y que repita mucho cada paso porque la repetición es la clave del aprendizaje. Ah, y que no corra. Las mejoras verdaderas y permanentes se consiguen poco a poco, día a día. Son pequeñas y lentas de adquirir. Como estamos ante el año nuevo, en el momento en que todos nos hacemos planes, recuerden: el talento está a nuestro alcance, pero hay que ser perseverantes, metódicos y pacientes. Feliz y talentoso 2010.
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