La ventana de Antonio Colinas


Nos pasamos el día hablando y escuchando palabras y no vemos las palabras, sino los mundos que representan. Lo mismo leemos en la portada del periódico que hay miles de casas vacías, que le escuchamos decir a la mujer del tiempo que mañana lloverá por fin después de un verano interminable. Pero lo que vemos entonces no son las palabras, sino las habitaciones de una casa sin muebles, cada cual la que más conoce, y lo que sentimos es el repiqueteo del agua en el tejado y el olor a mojado de la calle, porque esas son las asociaciones que nos trae la sola mención de la palabra lluvia. No vemos las palabras, sino los mundos que levantan. Y de esa cualidad se alimenta la poesía para acercarnos a realidades que no se encuentran fuera, sino dentro de nosotros, realidades muchas veces cubiertas con dos dedos de polvo y nubes de telarañas. Cuando las palabras tienen el ritmo adecuado, son capaces de abrir una ventana en esos desvanes interiores. En el caso de Antonio Colinas, nos abren vistas a los campos de sus orígenes, en El Bierzo y en León. Paisajes que caen como una lluvia oxigenada en nuestro ánimo y lo lavan de tanta ciudad y tanta civilización. Eso ocurrió el otro día en el viejo salón de ceremonias del Museo Municipal. Había momentos en que el propio poeta cerraba los ojos, un viento invisible le descolocaba las páginas y sin embargo él no perdía el hilo del poema, lo seguía leyendo o contemplando en la memoria. Estaba como en trance. La melena quevedesca, el bigote gris, las gafas de leer y los paisajes sucediéndose sobre el alféizar de una ventana imaginaria que acabamos atravesando todos para terminar pisando el paisaje, la nieve a veces, la fronda de los valles. El sonsonete de su voz me recordaba mucho al de Neruda. En algún momento Colinas había dicho que fue uno de sus primeros ídolos, junto a Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, y algo debe de quedarnos siempre de los primeros maestros, aunque ya no seamos conscientes de ello, porque los hemos asimilado de tal manera que son ya una parte constituyente de nosotros como las manchas en la piel de la cara. Por eso el oleaje con el que empuja las palabras de sus versos Antonio Colinas tiene algo de aquel oleaje parsimonioso del maestro chileno. Un deje entre nostálgico y marítimo. Ambos son poetas de pausa que escriben sin pausa. Neruda lo hacía hasta en las servilletas de los bares. Colinas ha acumulado a lo largo de cuarenta años de oficio una colección a la que ha llamado El río de sombra, que ya se le desborda con nuevos poemas venidos del tiempo y abismo y hasta de los desiertos de la luz, que esos son los títulos con los que afloran las nuevas colecciones. Su escritura es torrencial y abarca todos los géneros. No se conforma con sus propios poemas, sino que traduce yo diría que sin descanso, sobre todo a poetas italianos. Su biografía de Leopardi es apasionada y le sigue granjeando invitaciones para hablar del poeta de Recanati. Sin embargo, no lo considera de los más influyentes en su obra. Tampoco mencionó a Juan de la Cruz, cuyos pasos había seguido con fruición hasta los rincones más insignificantes de las crónicas. Llegó a pedir las llaves de las dependencias de monasterios por los que anduvo el carmelita, ante los que se sentó a oír el rumor del agua y el canto de los pájaros y a mirar las estrellas. Aquel hombre pequeño sabía convertir los sonidos y las vistas en palabras, de tal manera que seguimos viéndolos y escuchándolos, no como él los vio con los ojos, sino tal y como le estremecieron. Colinas fue descalzo tras él y bajó a beber en los mismos cuencos de barro para destilar sus Tratados de armonía que están a la altura de sus mejores poemas. Ahora como un místico que recita un mantra, cierra los ojos para leer y deja que su voz camine por paisajes que estaban dentro de nosotros sin que lo supiéramos.

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