Hemos dejado atrás la casa, el pueblo y la rutina para buscarnos a nosotros mismos en otra ciudad. Los días que precedieron al viaje, con sólo cerrar los ojos y pronunciar Lisboa, parecía que estábamos ya aspirando el aire de nuestro destino. Pedíamos consejo a amigos que la conocían más y todos nos contestaban: ah, Lisboa. Pero concrétame un poco más qué sitios podemos visitar. Callejea, camínala. Lisboa es una ciudad para recorrerla a pie, nos aseguraban. Y añadían unas citas: tómate una copa aquí, un café allá a media tarde, escúchate un fado allá por la noche. Componíamos la expedición quince personas, y menos mal que José Ángel y Cosme habían estudiado más y llevaban anotados los lugares y subrayados los platos que había que pedirse. La excusa era correr la maratón de Lisboa. Nos une el Club de Atletismo Chinchilla, y esta carrera nos ofrece la posibilidad de elegir entre la maratón canónica, la media o la carrera de consolación de seis kilómetros, según las ganas y las fuerzas de cada cual. Pero sobre todo nos ofrece el complemento de visitar una ciudad apetecible. Cuando uno sale, carga la cámara y parece obligatorio filmarlo todo, visitarlo todo, que no quede nada por ver. Pues bien, Ramón resumía la última tarde nuestra visita con estas palabras: No hemos montado en ningún sitio, nos hemos puesto hasta las orejas de comer y nos hemos reído hasta hartarnos. Esa es la Lisboa que hemos vivido. Porque la hemos vivido: con sus colas de esperar el tranvía y sus colas de esperar una mesa en el Trindade y sus anocheceres de lluvia furibunda y sus cuestas empedradas hacia callejones de ventanas tiznadas todavía por el incendio de Chiado y la inquietante sensación de que los lisboetas entienden todo lo que decimos y sin embargo nosotros no entendemos ni una palabra de lo que ellos nos mascullan sonrientes con una mezcla de erres guturales y eses silbantes. Hemos estado atrapados en un autobús del aeropuerto, contemplando hacinados cómo nuestras maletas se alojaban cómodamente en el vientre del avión, mientras nosotros aguardábamos una hora a que nos dejaran bajar; una hora envidiando a nuestras maletas por obra y gracia de Easy-Jet, una de esas compañías de vuelos baratos que ofrecen además experiencias intensas. A mí me recordaba en algunos momentos la famosa cabina telefónica de la que no lograba escapar, ya nunca lo logró, el añorado José Luis López Vázquez. Pero nosotros sí salimos y comulgamos con ginjinha en la copa que se había ganado Manoli en la Media Maratón, mientras un guitarrista espontáneo nos ofrecía un concierto en la plaza del Rossio. También caminamos junto al Tajo, en una mañana primaveral de diciembre, entre el monumento a los descubridores y la impenetrable torre de Belem. Y claro, nos hinchamos a comer pasteles de Belem, que cambian de nombre cuando los compras en el centro de la ciudad para llamarse Bolos de Nata, por aquello del copyright. Y nos hinchamos de beber cerveza Sagre y de comer bacalao a bras, incluso aquellos a los que no les gusta el bacalao. Y una noche de extravío en los callejones que rodean el castillo, que no conseguimos ver abierto, nos topamos con una foto vieja expuesta en un muro deleznable. Bajo la foto, el nombre del personaje retratado. Y un poco más allá, otra foto. Y otra. Y supimos entonces que estábamos ante una exposición callejera. Y hasta conocimos a la artista, una estadounidense que tiene un estudio en medio de aquellas estrecheces. La felicitamos con emoción, como si hubiéramos venido a solo a eso, a saludarla, y seguimos caminando por calles en las que cada chiringuito al que entras a orinar o a tomar café, o a las dos cosas, ofrece una sorpresa. La última cena la tomamos en la Casa do Alentejo, en un salón siniestro, donde los espejos reflejan el pasado. Al final no montamos en nada, como decía Ramón. Y sin embargo, la ciudad nos ha cambiado. Hemos vuelto ya, o eso parece, y caminamos todavía sobre las calles empedradas, unos centímetros por encima de la rutina que vuelve a capturarnos lenta, inexorablemente.
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