La Caja de Castilla-La Mancha ha desarrollado un ciclo de conferencias sobre la literatura española del siglo XX. En el programa venía anunciado que el último ponente sería José María Pozuelo Yvancos. En efecto, este crítico, por cierto de familia chinchillana, nos puso en orden las novelas de la transición que habíamos leído desordenadas. Luego, fuera de programa, la organización nos tenía preparada una sorpresa: una lectura del poeta Francisco Brines. Claro que la sorpresa venía después de la hora y pico que duró la conferencia de su antecesor, con lo que el auditorio se quedó en la mitad para escuchar al maestro de la generación del medio siglo. A Brines le dio lo mismo. Los poetas terminan acostumbrándose a todo, incluso a salir de telonero de un crítico de novela y mantener en vilo a un público cuyas neuronas están medio derretidas de cansancio. El venerable poeta dice siempre que se siente viejo, pero no decrépito. Sacó su chuleta, con los poemas que tenía previsto leer, y fue haciendo una introducción a cada uno de ellos. Le gusta a Brines leer poemas que han servido para otras cosas en la vida, además de para emocionar al lector, que ya es mucho. Recuerdo que hace tiempo me contó que una mujer le había pedido que le firmara el poema que leyeron en su boda. Qué emocionante, verdad, que se casen con un poema tuyo. Qué honor. Y el otro día, introdujo otra anécdota hermosísima. Una mujer le había pedido que le firmase, no el libro, sino un poema concreto. ¿Por qué este?, se interesó Brines. Porque mi hermano, que padecía un cáncer terminal, lo leía todos los días en voz alta e hizo que nos lo aprendiéramos sus familiares y amigos. Cualquiera podría pensar que se trataba de una obsesión a la que se aferraba un hombre asediado por su destino. Y seguramente lo era. Pero también un poema magnífico, uno de esos poemas que valen por toda la obra de un poeta, si en la de Brines no hubiera también otros extraordinarios. Se llama Oscureciendo el bosque, y empieza así: “Toda esta hermosa tarde, de poca luz, / caída sobre los grises bosques de Inglaterra, / es tiempo. Tiempo que está muriendo / dentro de mis tranquilos ojos…” Si un poema sirve para dar consuelo a un moribundo y a quienes le quieren es que, secretamente, la poesía sigue ejerciendo una función pública, la que se reserva para las ceremonias más valiosas, las que uno no quiere afrontar solo. No importa que su lectura sirva de telón de fondo a otros géneros más mediáticos, no importa que la escuchemos con las neuronas derretidas de cansancio. Oír esos mismos versos en la voz de quien los escribió fue asistir de nuevo al milagro. Al que termina así: “Mirad con cuánto gozo os digo / que es hermoso vivir”. Y en esas palabras, como dijo Brines, el poema había encontrado a su lector más verdadero.
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