Flores junto a la carretera. Atadas a un árbol con alambre. En verano nos damos más cuenta que en el resto del año, porque salimos más y los avisos de prudencia acentúan el acecho de la tragedia. Si por un azar hemos de detenernos y pasamos junto a las flores, deducimos que ahí murió alguien de forma brusca, en un accidente. Y que los suyos lo recuerdan. Pero ¿queda alguna energía en el lugar, relacionada con lo que ocurrió? Recuerdo que de pequeño iba los domingos a la Pulgosa en bicicleta, con mi padre. Justo en el cruce, sobre uno de los mojones cónicos que delimitaban el umbral del camino, había unas flores. Mi padre me contó lo que representaban y mi imaginación de niño viajaba a lo que había pasado. Evidentemente más con la fantasía que con un sexto sentido. El caso es que notaba algo en el ambiente, entre la voz de los grillos. Igual me sucede cada vez que, en el Paseo de la Libertad, camino por la acera y mis dedos tocan la reja de la Diputación. Allí siguen las huellas de la metralla, setenta años después. Los únicos restos físicos de que una bomba explotó en medio del Paseo segando la vida de un grupo de Brigadistas que venían del Altozano hacia lo que hoy es la Estación, a socorrer a los heridos por otra bomba. ¿Los únicos restos físicos? Las huellas de las esquirlas actúan como un interruptor que enciende en mí sensaciones. Duró unos segundos, tal vez menos, sin dejar más rastro que muerte, destrucción y silencio. La pregunta sigue ahí: ¿los sentimientos humanos dejan algún tipo de residuo? No soy, evidentemente el único que se lo pregunta: aficionados al esoterismo aseguran que, donde se produce una muerte violenta, suele quedar algo. Algunos insisten en que lo que ronda es el fallecido mismo, que aún no se ha percatado de su propia muerte. Sobre esta idea se han escrito toneladas de elucubraciones y se han filmado películas como Ghost y series de televisión como Entre fantasmas, en la que los finados siguen experimentando una vez muertos las mismas emociones que los embargaron al final de su vida y no descansan hasta cumplir sus últimas voluntades. Elucubraciones que se alimentan de nuestro deseo de que sea verdad, de que algo quede donde la gente experimentó el sentimiento más extremo que puede sacudir a un ser humano, la sorpresa de morir sin esperarlo. Más si se es muy joven y se tiene la energía intacta. Una habitación de hotel donde se desploma un futbolista en la flor de su carrera está llena de esa intensidad. O se la atribuyen las televisiones con su duelo masivo. También la acera en donde estallaron en pedazos unos guardiaciviles. Su energía, o lo que sea, vibra en el asfalto y no vibra nada en el garito donde fríos artífices fabricaron la bomba. Como si sólo notáramos a los humanos y los otros fueran extraterrestres o ratas.
Este blog reúne las reseñas de libros de poesía que Arturo Tendero ha ido publicando cada semana desde el 9 de enero de 2016. En la última semana de cada mes, aparece un resumen en InfoLibre
Energía residual
Flores junto a la carretera. Atadas a un árbol con alambre. En verano nos damos más cuenta que en el resto del año, porque salimos más y los avisos de prudencia acentúan el acecho de la tragedia. Si por un azar hemos de detenernos y pasamos junto a las flores, deducimos que ahí murió alguien de forma brusca, en un accidente. Y que los suyos lo recuerdan. Pero ¿queda alguna energía en el lugar, relacionada con lo que ocurrió? Recuerdo que de pequeño iba los domingos a la Pulgosa en bicicleta, con mi padre. Justo en el cruce, sobre uno de los mojones cónicos que delimitaban el umbral del camino, había unas flores. Mi padre me contó lo que representaban y mi imaginación de niño viajaba a lo que había pasado. Evidentemente más con la fantasía que con un sexto sentido. El caso es que notaba algo en el ambiente, entre la voz de los grillos. Igual me sucede cada vez que, en el Paseo de la Libertad, camino por la acera y mis dedos tocan la reja de la Diputación. Allí siguen las huellas de la metralla, setenta años después. Los únicos restos físicos de que una bomba explotó en medio del Paseo segando la vida de un grupo de Brigadistas que venían del Altozano hacia lo que hoy es la Estación, a socorrer a los heridos por otra bomba. ¿Los únicos restos físicos? Las huellas de las esquirlas actúan como un interruptor que enciende en mí sensaciones. Duró unos segundos, tal vez menos, sin dejar más rastro que muerte, destrucción y silencio. La pregunta sigue ahí: ¿los sentimientos humanos dejan algún tipo de residuo? No soy, evidentemente el único que se lo pregunta: aficionados al esoterismo aseguran que, donde se produce una muerte violenta, suele quedar algo. Algunos insisten en que lo que ronda es el fallecido mismo, que aún no se ha percatado de su propia muerte. Sobre esta idea se han escrito toneladas de elucubraciones y se han filmado películas como Ghost y series de televisión como Entre fantasmas, en la que los finados siguen experimentando una vez muertos las mismas emociones que los embargaron al final de su vida y no descansan hasta cumplir sus últimas voluntades. Elucubraciones que se alimentan de nuestro deseo de que sea verdad, de que algo quede donde la gente experimentó el sentimiento más extremo que puede sacudir a un ser humano, la sorpresa de morir sin esperarlo. Más si se es muy joven y se tiene la energía intacta. Una habitación de hotel donde se desploma un futbolista en la flor de su carrera está llena de esa intensidad. O se la atribuyen las televisiones con su duelo masivo. También la acera en donde estallaron en pedazos unos guardiaciviles. Su energía, o lo que sea, vibra en el asfalto y no vibra nada en el garito donde fríos artífices fabricaron la bomba. Como si sólo notáramos a los humanos y los otros fueran extraterrestres o ratas.
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