Más historia que teatro


El 6 de agosto de 1488, los Reyes Católicos pasaron la noche en Chinchilla. Venían de Murcia y, camino de Valladolid, la necesidad les hizo recalar en la ciudad, que entonces era la más grande de los alrededores. Hacía sólo ocho años que en Chinchilla había terminado una guerra civil en la que los partidarios de los Reyes habían vencido a los del Marqués de Villena. Vencedores y vencidos esperaban de los reales visitantes que cumplieran algunas de las promesas con las que les habían azuzado para que lucharan, que jurasen devolverles sus antiguos derechos y dejaran de freírlos a impuestos y de reclutar a los mozos chinchillanos para el frente nazarí de Granada. Hubo hasta un tira y afloja de no dejarles pasar si no juraban. Finalmente franquearon la puerta, juraron los fueros (por cierto, ante una cruz de cristal de roca que quizá sea la misma que se conserva en el museo parroquial), durmieron, se dejaron agasajar, se marcharon y aún estamos esperando que cumplan su promesa.

A partir de esta anécdota, que se conserva en un solo folio, el 146 del libro capitular de Chinchilla, el Ayuntamiento organizó en 1988 un espectáculo masivo en la plaza para celebrar el quinto centenario. Cuatro lustros después, no se sabe bien con qué motivo, se retomó la idea. Hablamos del año pasado, y el afán es de convertirlo en un acontecimiento anual que ha quedado fijado para el último sábado de junio, lejos de la efeméride, pero muy cerca del consolidado Festival de Teatro Clásico. Esa noche se instala un graderío metálico ante la iglesia del Salvador, se trae a dos actores populares para que les pongan rostro a Isabel y Fernando, y medio Chinchilla obedece las órdenes de José Tomás Chafer, el director de la Escuela Municipal de Teatro, que es el que le da forma al asunto. No es fácil, desde luego, manejar a más de trescientos figurantes, en un escenario que en realidad es un pasillo, el que va desde la fachada plateresca del Ayuntamiento hasta el entarimado donde se acomodarán los Reyes, flanqueado todo por los graderíos y las sillas donde se sientan los espectadores.

Entusiasmo sobra. No hay pueblo más generoso con sus tradiciones ni más entregado y dispuesto a participar que el de Chinchilla. Y los que no participan, disfrutan mirándolo como un solo forofo. Por cierto, que este año se les ha cobrado diez euros a los que reservaban asiento en las gradas y sin embargo lo han presenciado gratis los que miraban desde las sillas del lado del Casino, con una perspectiva privilegiada. Y encima, el que ha montado las gradas ha colocado más altas las que están más cerca del escenario, con lo que los paganos de delante entorpecen a los de atrás, que unas veces adivinan y otras sospechan lo que está pasando, sin tener nunca la certeza de verlo. Habrá que solucionar este desajuste.

Pero sobre todo habrá que hacer un esfuerzo por dar un poco más de forma a la historia, si es que el objetivo es perpetuarla. Porque no existe un hilo coherente que vincule los acontecimientos. El año pasado el acto pivotaba en el personaje de la ciudad de Chinchilla, encarnado por Llanos Salas. Este año en Vicente Albujer, en el papel de Al-Yinyalí, un sabio árabe del que hablaban las crónicas. Su discurso ha sido en realidad la lectura de una lección de historia, pura y dura, declamada con voz cálida, que en vez de utilizar un Power Point para ilustrarse, recurre a tres centenares de personas, focos y cobra entrada. Las bailarinas, traídas de una escuela de Almansa, andaban todas perdidas en todas las piezas, sin que supiéramos cuál era la que llevaba la manija de la coreografía. Los duelistas a espada nos hicieron temer por su integridad, más por su impericia que por su virtuosismo. Los actores, los pocos que hablan, no interactúan, no se influyen emocionalmente, sino que interpretan a personajes planos que declaman unos rollos incomprensibles que no me puedo creer que utilizaran ni los ciudadanos del siglo XV. Todos, excepto Juan Luis Galiardo y Kity Manver, que retocaron sus breves intervenciones con morcillas que las traducían al castellano, en una adaptación que es la parte más meritoria de una tarea por la que se llevan el sueldo de un mes.

En fin, un derroche de grandilocuencia y de pretenciosidad, también quizás de dinero, puesto al servicio de un espectáculo que no es teatro y que se basa en esa estética borrosa que llama cultura a lo que no se entiende y, desde luego, que se apoya en el entusiasmo de los figurantes y en el colorido de sus trajes, para salvar la noche. A mí por lo menos me entraba un sudor frío cuando, intentando seguir el hilo de una historia sin hilo, les oía hablar de los baños árabes, tan mentados siempre, y que ahí siguen, sumergidos en un caserón gris, sepultados en una cochera, sin vida más que en los folletos turísticos.

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