La tierra baldía


El taller es una casa de labranza, la casa del Rojo, uno de esos parajes que tienen extramuros todas las ciudades y que, no sé por qué, no le imaginaba a Albacete. Sigo a Sebas Navalón por un camino que en sí mismo es una escultura de barro que han ido modelando vehículos pesados hasta trazar una especie de columna vertebral que no araña por los pelos el bajo del coche. La ciudad se disipa mientras nos alejamos. Y eso que no nos alejamos mucho. Sin embargo parece que hemos ido a otra comarca. Sólo quedan algunas naves industriales diseminadas en medio de un paisaje mondo, devorado por los horizontes. Los terrenos de la casa del Rojo ya no se cultivan, ni están anegados por el agua del canal de María Cristina. Un escultor, un pintor y un fotógrafo les han ido ganando terreno a los escombros y a la paja para formar un nido de artistas.

Sebas Navalón anda por los descampados recogiendo chatarra quemada, maderos inservibles, cables desechados, y los va amontonando en el patio hasta que un día pasa junto a ellos y de pronto comprende lo que quieren ser. Entonces echan raíces en sus manos y crecen hasta convertirse en plantas. Ya tiene un jardín y lleva camino de cultivar un bosque de flores de chatarra renacida, de pelos de neumático, de varas de hierro curvo que se sostienen sobre una peana de piedra. No huelen, claro, y sin embargo parecen otra vez lo que nunca fueron, seres vivos, como si con esta apariencia agradeciesen que alguien se fije en ellos.

Juan Paños es uno de esos fotógrafos escasos, en cuyos ojos las imágenes adquieren una melancolía que presentimos al mirarlos, pero que la cámara no recoge si es cualquier otro el que aprieta el obturador. Son sus ojos, no la cámara, los que inmortalizan un espartizal cubierto de nubes, los que nos muestran el contraste inaudito entre la pobreza del paisaje y la riqueza de un cielo que amenaza tormenta. Eso es fácil, pensará alguien. Sin embargo es magia transmitir esa soledad, tan intensa que no está cuando la ven los ojos, a un edificio en construcción, a un bosque de grúas y hasta a una profunda avenida por la que, por casualidad, no pasan coches en ese momento.

Fernando López lleva décadas trasladando paisajes a maderas de puertas, de ventanas antiguas, de tocones de árboles, de corchos desprendidos. Ahora pinta siempre el mismo paisaje de los Pinares, y nunca se parece, porque los nudos de la madera, los bajorrelieves, los anillos vegetales mantienen un diálogo con los pinceles y él los escucha y le obligan a retocar la luz, las formas, los espacios. “Ante el paisaje sólo cabe hablar de escultura”, dice, “porque el paisaje es sólo escultura”.

Los tres, el escultor, el fotógrafo, el pintor, y también un carpintero que zascandilea por los alrededores, se han refugiado en esta casa de labranza para defenderse juntos de un mundo hostil, que al salir de la casa sólo parece noche, soledad y lejanía. Para no helarse de frío, han encendido unos versos muy hermosos de T.S. Eliot que se preguntan cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas se extienden sobre estos pétreos escombros…” Pertenecen al libro La tierra baldía. Por eso han llamado así a su exposición, que estará abierta entre el 12 y el 19 de marzo en la sala La Lisa, en la calle Marqués de Villores. “No es la reunión de tres disciplinas”, explican, “sino un sentimiento común que cada cual expresa en su lenguaje”.

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