La Fuente Santa


Servio dejó escrito que no hay ninguna fuente que no sea sagrada. Por supuesto, se refería este clásico romano a las fuentes naturales, no a las que llevan grifo incorporado. Si tenía algo de razón, se han perdido y secado tantas, que sólo fluye ya un cinco por ciento del sagrario original. Pero al menos se ha recuperado la que para muchos fue la fuente más sagrada de todas, la Fuente Santa de la isla de La Palma, a la que iban a curarse en tropel todos los sifilíticos y leprosos que podían costearse el viaje. El tratamiento consistía en zambullirse en unas piletas excavadas en la roca el tiempo necesario para que el azufre fuera suavizando la piel enferma hasta borrar las llagas y supuraciones.

Sin duda el más famoso de los enfermos que se beneficiaron de la Fuente es Pedro de Mendoza y Luján. Recién nombrado por su amigo el Emperador Carlos I Adelantado en el Río de la Plata, y aunque urgía que tomara posesión de sus dominios, no pudo menos que detenerse un mes en la isla bonita. La sífilis que había contraído violando enemigas en el saqueo de Roma le estaba causando ya tantas molestias que apenas se tenía en pie. Casi desfigurado por los nódulos que deformaban su nariz y su frente, escocido por el chancro que se extendía bajo sus genitales e incapaz de expresarse con fluidez a causa de las llagas que colmaban su boca, se resignó a probar las virtudes curativas de la Fuente.

El guardián del venero, Luis Tisanguaré, le advirtió que se necesitaban al menos tres meses para sanar, pero el Adelantado ya estaba impelido por esto que abunda ahora tanto y entonces mucho menos, la prisa, y le contestó que habría de bastar con treinta días. Aun así el tratamiento le cicatrizó los signos exteriores de la enfermedad y le concedió una prórroga de año y medio, suficiente para llegar a América, tomar posesión de sus dominios, fundar la ciudad de Buenos Aires y morir en el viaje de regreso. Su cuerpo fue arrojado al mar en 1537. La Fuente le sobrevivió ciento cincuenta años, hasta que el volcán de San Antonio la sepultó bajo una tempestad de lava, cascotes y piroclastos en 1677.

Sabios, curas, adivinos, ingenieros y gurús de distinto pelaje intentaron en distintas épocas desenterrarla, sin éxito. Poco a poco, su ubicación fue cayendo en el olvido y hasta la seguridad de que había existido alguna vez empezó a disolverse, hasta quedar reducida a una leyenda borrosa. Después de más de tres siglos, un ingeniero canario, especialista en obras hidráulicas, Carlos Soler Liceras, se obsesionó con desenterrarla y no cejó en su empeño hasta conseguirlo en 2005. Tuvo que perforar el basalto creando una galería de casi doscientos metros para acceder, después de muchos tanteos, al agua que curaba enfermos de la piel.

Sus ayudantes y él mismo lo celebraron dándose un baño victorioso. Asegura que la inmersión en una de las piscinas caldeadas resultó deliciosa, aunque cualquier parte del cuerpo que asomaban se enfriaba de inmediato. Dice que se untaron el cuerpo con una capa de barro grisáceo, que había sedimentado en el lecho de la charca. Nunca habían sentido tan suave su propia piel. Todo esto y muchas cosas más relata en un volumen grueso, compacto, generosamente ilustrado, editado con ayuda del gobierno de Canarias. Todo, ya digo, incluida la historia del Adelantado Pedro de Mendoza. Lo hace con afanes de novelista, demostrando a su pesar que es mucho mejor ingeniero que narrador.

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