“Lo importante, que no hay nada importante, es dar una solución hermosa a la vida”. Así le escribía Miguel Hernández al falangista Spitieri desde la cárcel de Ocaña. La carta, recién descubierta, devuelve a la actualidad al poeta mártir, como han devuelto a la actualidad a Federico García Lorca las discusiones sobre si era lícito o no abrir la fosa donde lo enterraron, con dos banderilleros y un maestro, después del paseíllo y la descarga de fusilería que acabó con su vida. Y el pasado mes de marzo cambiaron de manos los papeles íntimos que acumuló Quevedo en la Torre de Juan Abad, antes de morir. Inéditos mohosos después de cuatro siglos de incuria, de aquel escritor cojo que se gastaba una pluma afilada y un talento irrepetible, aquel que sigue siendo polvo, más polvo enamorado, desde que compusiera uno de los sonetos más estremecedores que se han escrito en nuestra lengua.
“Lo importante es dar una solución hermosa a la vida” proclamaba Hernández desde la cárcel, deprimido por la falta de espacio, él que se había criado en el campo entre cabras, preocupado hasta la agonía por la suerte que pudieran correr su mujer y su hijo. Es sin duda su figura de mártir lo que sigue atrayendo la atención hacia su vida, pero que no se nos despiste su poesía, su afán por dar una solución hermosa a la vida. El falangista Spitieri también era poeta (Hernández en su carta acusa recibo de un libro suyo) y sin embargo estaría más que olvidado si no fuera por esta carta recién aparecida del autor de la Elegía a Ramón Sijé. Y tampoco deberían importarnos los detalles póstumos de Lorca y de Quevedo, ya que tenemos la suerte de conservar sus obras y de poder regocijarnos con ellas. Por qué parece más importante la vida de los poetas que la obra que nos legaron.
Hay quien dice que el propio Quevedo fue un canalla, cosa que al leerlo no cuesta demasiado creerse. Y lo mismo se afirma de otros grandes, como Cernuda o como el propio Juan Ramón Jiménez. Pero hemos llegado a un tiempo en que nos importa un bledo cómo fueron, porque ahí están sus poemas para alimentarnos de emoción a los humanos, siempre hambrientos de compartir emociones. De hecho, nos importaría un bledo que ahora mismo se descubriera que en realidad los poemas no los escribieron ellos, sino otros autores anónimos a los que estos tan famosos hubieran arrebatado la autoría. Lo importante al cabo son los propios poemas, donde reside todo el valor de las vidas de quienes los hemos ido leyendo a través de las generaciones, sin que sea crucial saber si fue el propio Salomón o un esclavo anónimo el que compuso el Cantar de los Cantares, por poner un ejemplo.
Y sin embargo, ahí sigue la tentación de vincular la obra a un hombre (buena ocasión para escribir una novela histórica sobre la autoría del Cantar). O a una mujer, en este caso. Porque esta tarde a las ocho vuelven a la Facultad de Humanidades las Jornadas de poesía que por noveno año consecutivo organizamos para regocijo de unos cuantos aficionados que pueden escuchar los versos en la voz de quien los compuso, y ver al autor cara a cara, y hasta preguntarle o pedirle un bis. Olvido García Valdés, premio Nacional de Poesía del año pasado, abre las puertas. La seguirán Jaime Siles, José María Bermejo, Eloy Sánchez Rosillo y Miguel D´Ors. Por si la poesía sola no fuera suficiente para darle una solución hermosa a la vida.
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