Este sábado los valencianos que quieran podrán escuchar en conferencia a un médico onubense que asegura que comer jamón serrano alarga la vida. El hombre ha reunido todos los estudios que existen sobre el particular y añade el suyo propio, según el cual los habitantes de ciertos pueblos recónditos de su provincia enriquecen la dieta mediterránea con jamón, lo que les hace vivir más que a la media de los españoles. Para no pecar de partidista, apunta que existen otros factores que ayudan lo suyo, como la carencia de estrés y el bondadoso clima. En la actualidad el equipo que dirige está investigando cuál es la dosis diaria de jamón que conviene consumir para obtener el máximo beneficio de este manjar, que como defiende mi admirado Manuel Alcántara, es el mejor amigo del hombre con mucha distancia sobre el perro. Ahora más, si se confirma que contiene el anhelado elixir de la eterna juventud.
Haciendo memoria, para echar una mano al galeno de Huelva, tengo que confesar que conozco a algunas personas que han hecho los honores al jamón con una frecuencia inmejorable, y unas están muertas y otras muy vetustas, aunque vivas todavía (entre ellas el maestro Alcántara). Quizá le falle algún factor a mi muestreo empírico, o le sobre alguno al del entusiasta médico que expondrá su tesis el sábado en Valencia, avalado y pagado, todo hay que decirlo, por la denominación de origen del jamón de Huelva. No quiero a pesar de todo resignarme y renunciar tan pronto al poder rejuvenecedor del serrano. Intentaré encontrarle un hueco más a menudo en mi dieta cotidiana, por si acaso, arriesgándome a saborearlo como un simple placebo, sin recibir más dones que sus proteínas y su sabor amigo.
No habrá más remedio que simultanearlo con vino tinto. Que hagan tan buenas migas es sólo una anécdota venturosa, ya que parece que ambos, ingeridos en dosis sensatas, son capaces de mantenerle a uno en los cuarenta durante cuarenta años por lo menos. Eso afirman un puñado de estudiosos, nutricionistas, dietistas y hasta cardiólogos bienintencionados, aunque no tantos, todo hay que decirlo, como estaban dispuestos a afirmar hasta hace poco que el tabaco era una sustancia inofensiva y que Irak era un arsenal de armas atómicas. Claro que yo nunca me tragué estas dos últimas bolas y en cambio estoy dispuesto a creerme a pies juntillas lo del jamón, porque nada se pierde con probarlo, aunque ganen algo más los fabricantes de productos ibéricos.
Espero sin embargo que no siga creciendo la lista de comestibles que nos acercan a la vida eterna a base de eliminar radicales libres. No me caben en la dieta mediterránea o lo que sea, entre las nueces, el aceite de oliva, las uvas y el té verde, por citar sólo algunos alimentos medicinales. Luego están los otros científicos, estos más antipáticos, que han conseguido que los ratones de laboratorio vivan más por el despreciable procedimiento de hacerles pasar hambre. Aseguran que ingiriendo una dosis menor de calorías, se ingieren también menos radicales libres y dura uno más. También hay otros que prometen larga vida a los que sean capaces de sumergirse en una bañera con agua a baja temperatura todos los días. Por supuesto, entre todas estas ofertas, me quedo con el jamón. No necesito ir pasado mañana a Valencia a escuchar al médico onubense. Seguro que lleva más razón que un santo.
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