La noche anterior tuve un sueño desconcertante. Mi padre me hablaba con esa naturalidad misteriosa con la que te hablan los muertos que siguen viviendo en tu interior. “A tu abuelo, me decía, no le gustaba referirse a ello, pero durante una época estuvo de guarda en una presa de México, la presa de Zanguán. No te creas, era una presa enorme, con capacidad para miles de hectómetros cúbicos. Pero ahora está seca”. En este punto el sueño se distorsionaba, se perdía la señal, como pasa con los móviles cuando en un viaje atravesamos una zona sin cobertura. Lo siguiente que recuerdo es un mapa diminuto que, siguiendo sus indicaciones, desenrollé de los pies de un muñeco de los que adornan las estanterías, una estatuilla ataviada con traje regional. Desperté con la sensación de que había tenido entre las manos el mapa de un tesoro legado por mi padre desde el más allá.
Eran las dos de la noche, pero ya no pude dormirme hasta haber tomado nota de aquellas imágenes a la vez tan vivas y tan deslavazadas. Esto de anotar los sueños o los poemas que se le ocurren a uno durmiendo tiene solera. Ya lo hizo Coleridge en Kubla Khan. Pero también nuestro Bécquer, que siempre tenía papel en la mesilla para transcribir, antes de olvidarlas, sus pesadillas de tuberculoso, que luego iban sirviendo de decorado para sus deliciosas leyendas. Yo las noches las dedico a dormir, cuando me dejan, casi nunca recuerdo los sueños nocturnos. Sin embargo este lo anoté porque me había dejado sensaciones perturbadoras: la cercanía de mi padre y un extraño temblor premonitorio.
No había duda de que se trataba de un amasijo de imágenes subconscientes. Mi abuelo fue aniaguero mientras las guerras le dejaron serlo. Que yo sepa, sólo abandonó los bancales de Barrax, de La Gineta y de Romica cuando no tuvo más remedio, y lo más lejos que estuvo de los aperos de labranza fue en el desastre de Annual, de donde trajo un balazo en el muslo, una capa tan agujereada que la tela se sostenía por hilachas y la sensación de haber vuelto a nacer. Por supuesto, de América nada, de México menos. Qué más hubiera querido él que encontrar un tesoro. En todo caso, tenía en común con Bécquer la tuberculosis pulmonar que contrajo en el penal de Chinchilla. Le emparentaba con mi sueño el haber sido guarda de Los Jardinillos antes de jubilarse. La presa de Zanguán naturalmente no existe; google, que todo lo encuentra, no ha oído hablar de ella.
Por lo demás, el principio de curso es lo bastante absorbente como para que los sueños de la noche se desdibujen durante la mañana y dejen paso a la realidad pura y dura que reclama los cinco sentidos y toda la memoria ram del cerebro. Y sin embargo, a mediodía recibí una llamada que no pude evitar relacionar con las palabras de mi padre, aún no del todo olvidadas. El editor Jesús Munárriz me felicitaba por haber ganado el premio Jaén de poesía. Está claro que la noticia no guardaba relación alguna con la presa ni con el tesoro, aunque sí con la alegría de recibir un regalo inesperado. El título del libro que verá la luz en Hiperión, Cosas Que Apenas Pasan, se refiere precisamente a esas pequeñas emociones cotidianas que olvidamos de inmediato si no las anotamos, a pesar de que nos marcan en secreto, a veces para siempre. Como la extraña coincidencia en el tiempo de mi sueño y del galardón.
¿Qué tendrán los sueños que lejos de ser realidad parecen tan reales? ¿Por qué los vivimos con tanta intensidad? ¿De dónde surgen estas casualidades que nunca llegamos a creernos del todo? ¿Habrá una energía interrelaccionada entre el sueño y la realidad? Sea lo que sea, una vez más, enhorabuena Arturo.
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