Hace apenas un par de semanas que se ha estrenado la última película de nuestro paisano José Luis Cuerda y ya he leído y escuchado a un par de críticos atacándola en su línea de flotación, aunque con argumentos un tanto confusos. Dicen que no encuentran en ella los aciertos del libro homónimo de Alberto Méndez. De hecho, no es una versión íntegra de la obra literaria, que se compone de cuatro cuentos (“cuatro derrotas”), sino que sólo se basa en una de las partes y el espíritu de otra. El crítico se preguntaba si un aficionado que no hubiera leído el libro disfrutaría con la película. Como yo estaba en situación de comprobarlo y me parecían sospechosas unas objeciones tan unánimes como poco convincentes, me fui para el cine en cuanto tuve ocasión, que fue pronto.
La experiencia ha resultado satisfactoria. Tan satisfactoria que de hecho, para mi gusto, Los girasoles ciegos está entre lo mejor de Cuerda. A la altura (si no por encima) de El bosque animado o de La lengua de las mariposas, por citar lo que a mí más me gusta. Una película profunda, que pivota entre dos personajes: el cura fanático y libidinoso, bien interpretado por Raúl Arévalo, y la sufrida madre y esposa, magistralmente encarnada por Maribel Verdú. Creo que la Verdú, que empezó verde y lozana, con el tiempo ha aprendido a actuar y, a pesar de que lo bordó en El laberinto del fauno, se va creciendo en cada papel. Aún no ha tocado techo. Aquí compone una mujer cercada por las humillaciones de la posguerra, que se mueve todo el tiempo al borde de la desesperación y que sin embargo consigue contenerla hasta la última secuencia, en un pulso apasionante y estremecedor.
Tanto la ambientación de la época como el resto de los actores rallan a la mejor de las alturas posibles. Por supuesto, se trata de una adaptación. No cabe toda la obra literaria. Eso los críticos deberían saberlo, precisamente porque son críticos de cine. Una película es siempre el tráiler de un libro, no puede ser el libro. Además, como se trata de un arte diferente, a veces requiere cambios que, alejando el argumento del original, mejoren el resultado cinematográfico. Es el caso. Aunque hayan cometido pifias como todo el mundo, tanto Cuerda como Azcona (a quien va dedicada la película in memoriam) son adaptadores más que solventes y han hecho un trabajo impecable. El resultado emociona, sobrecoge y deja, como los buenos vinos, un regusto que ir rumiando luego, al abandonar la sala.
No cometeré el error de decir que es perfecta. Hay algo que a mí me molesta en la película, sin llegar a impedirme que me sumerja en ella. Y es duro decirlo. Se trata del personaje interpretado por Javier Cámara. Fíjate que es buen actor, uno de mis favoritos. Y sin embargo aquí parece no terminar de entrar en la carne del intelectual que vive oculto tras el fondo corredizo de un armario y que siente que su capacidad de participar en las decisiones de su propia familia se va diluyendo a medida que pasan los días. Dicen que Cámara ha querido centrarse en el miedo que atenaza al personaje, pero aquí la contención parece más un corsé que un hallazgo. Es como (será cosa mía) si siguiera interpretando al cocinero homosexual de su anterior película, Fuera de carta, un filme muy inferior a este, que sin embargo, ahí sí, salvaba con su oficio. Pero de esto no dicen nada los críticos. Qué raro, ¿no?
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