Nos movemos entre dos pulsiones: la de buscar la novedad y la de volver a lo que nos gustó. Las vacaciones de verano son un momento tan bueno como el principio de año para hacer balance y visitar aquellos lugares donde uno ya estuvo y fue feliz. Por ejemplo yo, que soy más sedentario que Truman (el del show), me estoy hinchando a ver películas con las que disfruté como un enano. Y es curioso que no siempre coincidan con aquellas a las que los críticos otorgarían cinco estrellas. A mí sin embargo me emocionaron en su día y me siguen emocionando aún. Se ve que no tengo un espíritu cinematográfico de cinco estrellas. Hay algunas incluso que son viejas y dejan entrever los costurones. Esto les pasa mucho a mis preferidas porque estoy revisando (como dicen los cinéfilos) películas de ciencia ficción o fantaciencia (le ha dado por ahí a mi cuerpo). Y claro, en El planeta de los simios (1968), por ejemplo, parecen de cartón hasta los caballos. Sin embargo, qué maravilla de paisajes desérticos (cada vez se parecen más a los manchegos) y qué acierto los trajes de astronauta con sus mochilas como fiambreras para el colegio. Y sobre todo, qué ternura de guión, en el que el mono malo es en realidad un ecologista disfrazado de canalla, mientras que el verdadero canalla es el humano, un gruñón Charlton Heston que se interpreta a sí mismo.
Otra que siempre me ha gustado es Paycheck (2003), basada en un relato de Philip K. Dick (que siendo tan genial, nunca se parece al cine que le hacen, aunque le hayan hecho un cine extraordinario). Por lo general le añaden mucha acción. El protagonista de Paycheck es un ingeniero que copia tecnología para grandes empresas de comunicación y luego se deja borrar la memoria de los meses de trabajo para no poder difundir sus propios logros. Un tío que renuncia a meses e incluso a años enteros de su propia vida (qué otra cosa es la memoria) a cambio de pasta. Da que pensar, sin duda. A lo mejor lo estamos haciendo todos un poco. Luego, lo demás es añadidura: en uno de sus regresos comprende que durante su última faena se ha programado para salvar el pellejo enviándose a sí mismo en un sobre veinte objetos que cumplen su función como por arte de magia en el momento oportuno. Dicen que es mala. A mí me encanta.
Y ya no digamos Días extraños (1997), con su dureza apocalíptica, y esa maquinita compuesta de una redecilla que se instala en la cabeza y una consola que permite grabar lo que uno está viendo y sintiendo, es decir la vida misma. Luego otras personas pueden experimentar en sus propios sistemas nerviosos lo mismo exactamente con sólo reproducir la grabación. Una experiencia adictiva, menos fantástica de lo que podría parecernos. El cine en realidad es eso: se apaga la sala y nos metemos hasta tal punto en el personaje que la historia penetra en nuestras venas y nos cambia. Yo llevo fragmentos de esas películas (y de otras que no caben aquí ahora) adheridas a mi sistema nervioso como si fueran recuerdos de mi propia vida. Y lo son, qué duda cabe. Lo maravilloso es que cuando las vuelvo a ver (las reviso) me sorprenden largas secuencias que no recordaba de la primera vez, como si en el tiempo transcurrido la película hubiera experimentado cambios sutiles que me producen la ilusión de que el final también puede ser diferente. Sin embargo este prodigio nunca sucede. Al final sigue asomando muy maltrecha la cabeza de la estatua de la libertad en una playa solitaria y el corazón se encoge.
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