La educación y el destino

Desde la antigua Grecia sabemos que nuestro destino está escrito de antemano, aunque nosotros sólo podemos leerlo en capítulos que abrimos cada mañana al asomarnos al espejo del baño. Y pobre de aquel que, como Casandra o Rapel, pueda leer unos capítulos por delante, porque quienes les escuchen los tildarán de locos en el peor de los casos, o por lo menos de excéntricos si encima les da por vestir túnica plateada. Unos dioses caprichosos eran entonces los que gobernaban desde el Olimpo el discurrir de la humanidad, aunque cualquiera que observase con algo de atención sus correrías concluiría que no eran capaces de controlar ni sus impulsos más elementales. Han pasado unos milenios, los dioses han cambiado de nombre, pero el destino sigue siendo igual de inexorable.

Por cuestiones profesionales he pasado buena parte de las mañanas de julio en una modesta sucursal del Olimpo, quiero decir en un Instituto de enseñanza media, experimentando con la burocracia, la manera moderna que tiene el destino de manifestarse. Nuestra labor consiste en distribuir por grupos a los alumnos que en septiembre poblarán de risas y de carreras los pasillos ahora desangelados. De calcular cuántos atravesarán la frontera del curso y cuantos se quedarán a repetir. De jugar a Casandros y Rapeles para predecir cuántos profesores harán falta para atenderlos y cómo habrán de distribuirse por asignaturas. A veces suponemos cómo reaccionarán porque los conocemos del curso anterior. Preferiría invertir mis mañanas saliendo a pasear al monte o leyendo los libros que se han ido acumulando en los meses precedentes, pero tengo que reconocer que tampoco me deprime afrontar esta tarea. Soy de buen conformar.

Y sin embargo sé que, aunque no podamos hacer gran cosa por evitarlo, buena parte de las relaciones humanas del próximo curso están ahora en nuestras manos. Yacen en forma de solicitudes de matrícula, rellenadas con más o menos ilusión, que nosotros hemos de reagrupar de acuerdo con criterios que intentamos que sean ecuánimes, juiciosos, justos. El resultado conminará a cada uno de los montones a convivir todas las mañanas lectivas durante nueve meses, a intercambiar chismes y apuntes, también seguro que cabreos y enemistades. Los pondrá bajo la tutela de unos profesores y no de otros, y a estos los obligará a lidiar con unos grupos y no con otros. Es esta labor que cumplimos por los despachos de julio, bajo las bocanadas del aire acondicionado, una tarea de dioses que no se consideran tales y que preferirían tomar la sombra en la piscina en vez de encarnar la mano del destino.

Claro, que nuestra labor está limitada por otros dioses que afrontan los calores de julio desde el Olimpo burocrático de Toledo. Ellos son los que dictan, por ejemplo, que nos tengamos que apañar con 93 profesores. Pero sin necesitamos ciento tres, que os lo hemos explicado en las cuentas. Nada, como mucho 95. Y amén. Y de esas conversaciones telefónicas deducimos que no somos un grupo humano, sino un cúmulo de estructuras y números en la pantalla de un ordenador. Estructuras que a veces ni siquiera coinciden con las reales: pero si no contáis el bachillerato a distancia. Da lo mismo, amén. Lo curioso es que estos desajustes suceden todos los veranos, no se corrigen de un año para otro. Y al final, con menos servicios, la cosa va para delante. Qué remedio. Más mal que bien, pero funciona. Es el destino, a la manera moderna.

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