Tan disuelto como el que más

La calle se quedaba tan vacía como las ciudades del legendario oeste cuando iban a venir los pistoleros. Ni un alma. Faltaban sólo unos cuantos rodanos que la recorrieran empujados por el viento. La gente abandonaba sus ocupaciones, los vigilantes dejaban sus garitos, hasta los inmigrantes intentaron aprovechar la ocasión para saltar la verja. Y fuimos raptados los forofos del fútbol pero también muchos otros a quienes el fútbol les importa habitualmente un pimiento. El caso es que de pronto volvimos a sentir esa españolidad que llevamos siempre aletargada por aquello de la vergüenza o de que no viene a cuento sacarla a relucir. Afloraron banderas en los balcones y se veían camisetas rojas por doquier. Y había un silencio de expectación sacudido de vez en vez por rumores unánimes que señalaban las ocasiones desperdiciadas por el equipo. Así hasta que un grito repentino brotó de todas las gargantas con un monosílabo universal que rubricaron saltos, carreras, abrazos y golpes de pecho.

De pronto no todos, pero si muchísimos, éramos uno solo, habíamos diluido nuestras individualidades en esa efervescencia común de la que sólo salíamos de vez en cuando para colocar un chiste o desahogar un suspiro. Los agoreros, que en esta tierra abundamos, apenas abandonaban el alma común para aventurar un fatal desenlace en forma de contragolpe y rebote traicionero, que por fortuna esta vez no se produjo. Y pesa tanto ser un ente individual que alivia mucho esa descarga en la masa, ese ceder nuestro permanente autocontrol para confiar a los demás el grito desbordado, el temblor incontrolable, la locura (que no siempre es tal, sino más bien la cara oculta de nuestra versión más reprimida).

Cada uno fue despertando cuando pudo. Algunos todavía no lo han hecho. La mayoría lo hicimos cuando empezamos a oír los discursos desfondados y faltos de inspiración de nuestros héroes, recibidos como dioses en la plaza de Colón de Madrid. Despertar es volver a ser uno mismo, regresar al rutinario yo. Explicaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad que la fiesta popular consiste en diluir las individualidades en la masa colectiva del pueblo para pasar a ser pueblo en vez de individuo. En esto, como en la susceptibilidad para ser hipnotizado, hay grados diferentes: desde el que vive en permanente fiesta, siempre entregado a los sucesivos símbolos que van aflorando cada día, al que no suelta su individualidad ni a tiros y vive permanentemente embarcado en su yo, pase lo que pase en su entorno.

El fútbol es un gran provocador de fiestas. Aún recuerdo las que vivió Albacete en los ascensos de su equipo (sobre todo en el primero) a la máxima categoría. Y también he conocido momentos sublimes, de enorme disolución colectiva, como espectador de los equipos de voleibol femenino y de fútbol sala (de los que tantos parecen olvidarse y no saben lo que se pierden). Pero los medios de comunicación juegan un papel crucial en este juego de fiestas espontáneas y el fútbol vende más que ningún otro deporte. Aquello de ver a la gente apretándose en Colón para celebrar los goles a veces molestaba porque no entendíamos a qué cuento venía, pero surtía en nosotros un efecto contagioso. Las emociones, las grandes emociones, son para los humanos más contagiosas que ningún otro virus. Y en fin, he de reconocer que han sido ratos estupendos, queridos hermanos, españoles todos.

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