Los fantasmas de Edimburgo

El arte de narrar consiste, aún más que en tener una historia atractiva, en encontrar una voz convincente para contarla. Hasta la fecha Eloy M. Cebrián (Albacete, 1963) se había metido en la piel de un caballo moribundo para acercarnos la intimidad de Alejandro Magno (Vida de Alejandro por Bucéfalo) y se había reencarnado en una mujer que vuelve a su infancia para contarnos la Guerra Civil (Bajo la fría luz de octubre). También había sabido convertirse en el narrador omnisciente que desgrana la desternillante trama policiaca de El fotógrafo que hacía belenes. Este narrador y Luis Miguel Ortiz, protagonista de la recientemente aparecida Los fantasmas de Edimburgo, comparten algunos rasgos. Aquel adelantaba, aunque de forma juiciosa y contenida, el tono mordaz que se desparrama y nos invade hasta las cachas cuando seguimos los pasos de este canalla disfrazado de probo profesor universitario.

Hay una tendencia natural entre los lectores a identificar el personaje que nos cuenta la historia con el propio novelista, tendencia que ha sido alimentada por autores como Gustave Flaubert cuando dijo aquello de “Madame Bovary soy yo”. Por muchos esfuerzos que hagamos no conseguimos sacudirnos la idea de que detrás hay un tipo que se ha inventado lo que leemos y que probablemente lo haya vivido antes, o mientras lo escribía, aunque fuera en sueños. Si el narrador es un caballo o una chiquilla, cuesta más trabajo, es evidente. Pero si se trata de un profesor de inglés que ha estudiado en Valencia y que ha crecido en algunos pueblos de la provincia de Albacete siguiendo los destinos de su padre maestro, si nos describe lugares de nuestra propia ciudad con pelos y señales, caricaturizándolos con atinada mala leche, entonces el autor se perfila tras el personaje, asomándose a él a pesar de nuestros esfuerzos.

La cuestión es que veo a Eloy M. Cebrián casi todos los días, y solemos tomar café y darle un repaso a la realidad que nos rodea. Quiero decir que es mi amigo. Y aunque mordacidad y mala leche no le faltan cuando es preciso (algo tiene que tener en común con su personaje), dista mucho de ser el trepa y dechado de hipocresía que atenta contra todas las convenciones políticamente correctas que nos envuelven. Porque lo que hace Ortiz (o Eloy) es desnudar la realidad de sus disfraces, mostrarla en carne viva, al mismo tiempo que desnuda el lenguaje de todos sus eufemismos. Mientras lees, estás pensando: qué salvajadas dice este canalla, pero a la vez te das cuenta de que esas salvajadas son tan reales como la vida misma, mucho más ciertas que la vida envuelta en disfraces que conocemos. Y la sonrisa se te hiela.

Y, claro, te preguntas: ¿Luis Miguel Ortiz es el auténtico Eloy M. Cebrián, o sólo es el Míster Hyde que se esconde detrás de todo escritor cuando se sienta ante el ordenador y se olvida de sí mismo? Como lo tengo cerca, le he preguntado que de dónde sacó las anécdotas escolares del maestro de cuarto, el pistoletazo en la cabeza a una visita o las putadas que le gasta a su madre. Tras sondearme con media sonrisa de superioridad, Eloy se limita a comentar: “Ya, el morbo de saber qué es verdad y que no”. Y tengo que callarme. A ver quién le dice que sólo quería averiguar si sigue siendo el Doctor Jekyll. Tras una trayectoria prometedora de Los fantasmas de Edimburgo en los laberintos editoriales (ha sido finalista de los premios Fernando Lara y Herralde), los avispados editores de El tercer nombre se van a hacer de oro con ella.

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