Buscando a Wally

El premio Cervantes Antonio Gamoneda nos comentó en su visita de hace unos años que lo que más le impresionaba de Chinchilla era el escalonamiento de alturas: los edificios que se asoman apretados unos con otros en un desorden que el tiempo ha ido organizando en hileras. No dijo, pero cabría añadir que muchos de ellos se superponen para tener vistas al valle conocido como La Rambla, cuyo verdor no sigue el curso de un río, sino que se extiende entre las montañas de la propia Chinchilla y el cerro de San Cristóbal. Me acuerdo de Gamoneda cada vez que me asomo a la ciudad desde donde él deslizó su comentario, subiendo por la calle Corredera a buen paso (el poeta, aunque anciano, es un caminador excelente y nos traía con la lengua de fuera). Me acordé mucho de sus palabras el domingo, cuando nos asomamos al pretil del muro buscando pintores con la mirada.

El Certamen de Pintura Rápida de Chinchilla se celebra a mediados de junio, y nos trae a los vecinos de la ciudad un aire de novedad y de fiesta que multiplica los efectos del verano. Duele la luz de tan intensa, trazan los vencejos sus círculos en el azul del cielo, entre las tejas rojizas, y salir por la mañana de paseo es como salir de caza a coger setas o caracoles. Aunque lo que salimos a buscar con la mirada son pintores desperdigados en los callejones o entre los pinares desde los que se abarca el perfil de lo que fue hace siglos una ciudadela. Es como aquel libro con el que jugaban mis hijos de pequeños, que invitaba a localizar a un tipo con gafas y con gorro de lana llamado Wally en medio de una maraña de gente o de vegetación o de lo que fuera. Acodados en el pretil competimos a ver quién localiza más pintores camuflados en los huecos de las calles o entre las copas de los pinos del Cerro de enfrente.

Es un día para saborear la creación y su silencio. Los artistas se desparraman por el entorno. Unos intentan revelar una faceta inédita y te los encuentras al doblar un callejón, midiendo el aire con el pincel. Otros se agrupan en los parques, cada uno enfocando el caballete en una dirección, entregándose a la mezcla de placeres: el de combinar colores en el lienzo, el de la camaradería, el de la naturaleza. La plaza de la Mancha reúne todos los años a una decena que se afanan bajo los soportales, como entregados a una coreografía improvisada de gestos lentos y compulsivos que se alternan. Cada año hay más que añaden al óleo, o los acrílicos, o las acuarelas, otros elementos. Uno pegaba fotos de revistas del corazón, otro clavaba chapas con una determinación de orfebre.

Como son artistas, pero no tontos, casi todos tienen la prevención de procurarse una sombra. Así y todo, más de un pintor se ha desmayado en otras ediciones por no renunciar a su posición a pesar del sol inmisericorde. Abundan las perspectivas, las combinaciones de un solo color que cubren el paisaje de un estado de ánimo azul o sepia. Todos aceptan con resignación que los curiosos nos asomemos por encima del hombro y apreciemos su obra y tal vez la juzguemos en medio del silencio al que han contribuido los mecanismos musicales de última generación. Fue mi amigo Juanjo Jiménez el promotor de esta jornada de exaltación pictórica que se repite cada año. Por eso en este día yo me siento orgulloso de su iniciativa y de las palabras de Gamoneda y de cómo resplandece la ciudad cuando la inunda el arte.

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