Picasso

Llegamos a tiempo de ver la colección de Pablo Picasso prestada por el Museo Nacional de Paris que ha ocupado cuatro salas en el Reina Sofía. Era el dos de mayo y las galerías estaban a rebosar de público de todas las nacionalidades. Visitar exposiciones es siempre excitante cuando el autor construye un mundo propio. Y si Picasso era algo, sin duda era un mundo propio en el que hasta su propia mujer decía pasearse como un fantasma cuando el pintor estaba creando. O sea que a los cinco minutos de recorrer la vista por las obras, te has olvidado del viaje en tren, de la cola en el vestíbulo y hasta de ti mismo, y andas inmerso en el mundo de Picasso, codeándote con la multitud que te rodea. Es curioso observar que el malagueño creaba monstruos de todos los géneros y en todos los formatos (también esculturas por supuesto) y que cada uno de ellos está tocado con la varita del buen gusto. Conozco muchos otros autores que fabrican monstruos sin lograr que traspasen la frontera de su condición de monstruos, a pesar de lo cual se les considera artistas reputados.

Los monstruos de Picasso son bellos en su fealdad. Claro que cuando llevas viendo pinturas y esculturas cerca de una hora, llega un momento en que necesitas desconectarte. A mí siempre me pasa en estas macro exposiciones. La mirada se detiene en otros detalles como la cantidad de vigilantes que controlan la situación sentados en sillas entre los cuadros. Un trabajo duro y aburrido. La mayor parte del tiempo no pasa nada. Pero mi mujer saca un botellín de agua para refrescarse y de inmediato se le acerca una vigilante camuflada y le advierte de que guarde la botella, que no está permitida. Lo entiendo al recordar la agresión que sufrió el Guernica, ahora expuesto a los ojos embelesados de los visitantes con la única defensa de un cordón y la presencia de dos vigilantes. Si alguien pisa junto al cordón, suena un zumbido molesto. Y suena sin cesar porque los turistas se aprietan en primera línea hipnotizados por el mural.

Hace rato que las obras pasaron a un segundo plano. Me pregunto cuántos de los presentes son vigilantes camuflados y cuántos son figuras de Picasso que los organizadores han añadido para crear ambiente. Porque llega un momento en que cuesta distinguir quién pertenece a la muestra y quién no. Es difícil creer que la magnífica organización haya ido tan lejos en los detalles. Sin embargo con la multitud que se arracima ante los cuadros se podría componer una exposición paralela, también de Picasso. Me pregunto si nosotros mismos hemos sufrido la transformación. Si una vez reunidas en la retina equis figuras, uno termina contagiándose del mundo del artista malagueño hasta tal punto que acaba pareciéndose a ellas, del mismo modo que Romà Gubern observaba que muchos espectadores de una película de vaqueros abandonan la sala con las piernas arqueadas y las manos dispuestas a acariciar la culata de sus pistolas.

Salimos de la exposición con Picasso reimpreso en la retina. Las obras de arte, como los paisajes, nos enriquecen de un modo engañoso: parecen perderse a medida que nos alejamos. Sin embargo, ya en la metrópoli, entre dimensiones desmesuradas para nosotros que venimos de un tamaño familiar, entre el tráfico y los rascacielos, seguimos viendo personajes de Picasso dispersos y disimulados por el bullicio, pero presentes aún, como las huellas de su arte en las imágenes publicitarias. “Yo no busco, encuentro”, afirmaba. Venimos de que nos encuentre.

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