Cambio de paisaje

Eres lo que comes, denuncia un tópico aún no suficientemente asimilado. Y sin embargo, por la misma razón, acabas siendo también lo que tocas, lo que hueles, lo que oyes y lo que ves. Al fin y al cabo establecemos nuestra relación con el mundo a través de los sentidos y sólo podemos ser lo que ellos nos invitan a ser. En especial el de la vista, por el que los humanos del siglo XXI recibimos más del 75% de la información. Si todo esto es cierto, mi amiga Manoli ha empezado a ser ya otra persona distinta de la que había sido hasta ahora. Hasta hace unas semanas, en su salón lleno de pinturas había dos paisajes muy especiales porque eran de verdad y se extendían al otro lado de sendas ventanas. Se asomaban a la rambla de Chinchilla y a los parajes conocidos como La Raya y San Miguel, verdes de chopos, almendros y olivos pertenecientes a las huertas familiares y también de los matojos y pinos crecidos espontáneamente en el valle y en las laderas.

Por supuesto no sólo eran de Manoli y de sus ventanas, sino de cualquier vecino que se acodase en el muro que bordea la ciudad, sobre el que antaño se elevaba la muralla de la ciudadela. También de cualquier visitante que necesitase limpiar su mirada de otros asedios cotidianos, como las cuatro paredes de una oficina o cualquiera de las estrecheces urbanas. El paisaje, como las puestas de sol o los amaneceres, son bienes imposibles de inventariar, lo que conmina a los aficionados a ponerle precio a todo a considerar que no son bienes. “Confunde el necio valor y precio”, dejó escrito Antonio Machado, en una sentencia cuya verdad crece con los años. De este modo, los munícipes de Chinchilla no sentían que este paraje fuera parte del patrimonio de la localidad. Ni ellos ni los constructores que verdaderamente gobiernan en el municipio veían en esas hectáreas de verdura, un tanto descuidadas (todo hay que decirlo), más riqueza que la que se les podía succionar urbanizándolas.

Y así una mañana, al abrir las ventanas, Manoli descubrió cómo los buldócer habían empezado a derribar los chopos y a roturar las hierbas de La Rambla, sin ningún tipo de protocolos, a lo vivo, como se hacen esas cosas. Es cierto que han anunciado que plantarán detrás de la montaña muchos árboles, pero eso pertenece todavía al capítulo de las promesas, mientras que lo devastado es ya tan real que no tiene vuelta de hoja. Cualquiera puede imaginarse que Manoli sintió nostalgia anticipada de lo que se estaba muriendo. Lo primero que le dolió fue no haber tomado fotografías para recordar y mostrar cómo había sido el paraje antes de convertirse en una sucesión de calles asfaltadas, aceras y chalés. Cuando paseemos sobre esa superficie artificial, ni siquiera reconoceremos los antiguos accidentes del terreno. Mucho menos aún la vegetación perdida.

Dinero para hoy y hambre para mañana. Porque a quién le va a interesar mirar un valle inundado de chalés (o de lo que sea) como los que abarrotan la costa mediterránea, en la que al menos aún queda el consuelo de asomarse al mar. De este modo, por enésima vez, una de las plazas más hermosas de la provincia sigue perdiendo patrimonio y belleza por la falta de sensibilidad de quienes toman las decisiones. Lo malo es que su ceguera nos afecta a todos, nos cambia, obligándonos a mirar el paisaje y la vida desde el rasero de sus bolsillos.

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