Antonio Matea

Antonio Matea se nos ha muerto la semana pasada en Barcelona, su exilio de tantos años desde que saliera a buscar trabajo en Aiscondel (cuando “la Renfe paría maletas y maletas”). Como la idea de la muerte le rondaba, hace una década que se construyó una pirámide. Ese es el nombre que le puso a uno de sus más de cincuenta libros, para mí su mejor poemario. Entre bromas y veras lo llamó así con el mismo propósito con que los egipcios construían sus mastabas, “para tener asiento en el recuerdo”. Es uno de los escasos libros que se no editó con sus propias manos, tirando de fotocopias y de paciencia, en la cochera de una casa que había levantado también él mismo. Un día me enseñó unos signos jeroglíficos grabados en un pilar del porche: “es un abecedario que me inventé para comunicarme con mi mujer cuando éramos novios y su familia no me veía con buenos ojos”.

Me cuesta creer que no voy a encontrármelo mañana en una esquina, cargando con su anchura renqueante una bolsa con libros para repartir por las librerías y entre los amigos. Parecía incansable. En los últimos años vivía en el tren que lo llevaba y traía de Albacete a Cerdanyola, de la literatura a tratarse los achaques, de los chismes habituales a las referencias a las lagunas de memoria de su mujer, Celestina. Era un ser dialéctico, un espíritu transgresor continuamente corregido por el Pepito Grillo de su condición rural. Abría la sonrisa y ensanchaba la expresión de pícaro para contarte lo que él consideraba un chispazo, y enseguida nublaba el semblante, se rascaba la ceja derecha y matizaba el comentario recién deslizado hasta diluirlo bajo sucesivas capas de explicaciones. Su escritura era una prolongación de su charla.

En su adolescencia trabajó como aprendiz de barbero y un cliente lo rebautizó: “menudo raspa es este”. Y ya toda la vida llevó como amuleto el apodo de Raspa de las Santanas, que sacaba a relucir cuando necesitaba fortalecer su nostalgia de Albacete. Hasta lo utilizó como título de sus memorias. Bajaba los ojos y agitaba las manos para quitarse importancia. Me daban envidia esas manos, capaces de construir una casa, fabricarse los muebles, grabar signos en el cemento fresco. Recuerdo también cómo buscaba en los incontables bolsillos de su mono de trabajo el último poema que había escrito y que quería enseñarme. De cada uno de ellos asomaba un manuscrito doblado. “No, este tampoco es”, negaba sacudiendo la cabeza, hasta localizarlo en el último de todos los bolsillos. Me presentó a sus amigos poetas, me introdujo en sus tertulias catalanas.

Una tarde de lluvia en que veníamos de vuelta a su casa, en la calle Canarias, donde nos esperaba la mesa dispuesta por Celestina, me comentó que los versos que mejor sonaban eran los endecasílabos y los heptasílabos. Yo los había oído nombrar en el instituto, incluso había tenido que memorizarlos, pero no sentí la revelación hasta que no se lo oí contar a aquel poeta, que a su vez lo había aprendido indagando a su manera, porque fue un niño de la guerra y nunca pudo estudiar decentemente. Hay cosas que sólo pueden transmitirse entre iguales. Era poeta, sentía “la luz que te despierta dorándote los párpados / y hace que te equivoques y te engañes”. Y llevaba tiempo huyendo del pensamiento de la muerte a través de una escritura febril que a veces lo devolvía al punto de partida: “piensa en morir y punto; no fabriques / otras inalcanzables esperanzas”. Esta semana he estado visitando tu pirámide, viejo amigo.

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