Un pez que va por el jardín

A menudo confundimos las emociones, que suelen manifestarse acompañadas de alguna señal física, como pálpitos, sudoración o una breve suspensión del proceso respiratorio, con las pasiones, que no son otra cosa que emociones que empujan a la acción. En cualquier caso, nos parece que sólo estamos sintiendo cosas si nuestro cuerpo lo nota. Y sin embargo la vida es un largo viaje de minúsculos sentimientos, la mayoría de ellos imperceptibles, que se confunden con el mar de la rutina, pero que van dejando huella en nuestro estado de ánimo primero y que se acumulan para trazar a largo plazo las líneas maestras de nuestro carácter. No hay una sola de esas cosas pequeñas que no haya influido en lo que te ha pasado ni en lo que está por pasarte, como avisaba un personaje de Chejov y como recreó luego Borges en uno de sus poemas.

Quizá sea por cierto esta una de las funciones útiles de la poesía: señalarnos las pequeñas cosas de nuestra vida, permitirnos comprender que desatan en nosotros emociones y de este modo ayudarnos a que las hagamos conscientes, es decir a que las convirtamos en sentimientos, que son emociones domesticadas, por así decirlo. Claro está que el poeta no piensa en todo eso cuando escribe. Se deja arrebatar por las palabras, que son cápsulas en las que viaja el sentimiento, e intenta organizarlas siguiendo unas pautas que ha heredado de sus maestros y que constituyen el oficio del poeta, su varita mágica.

En cualquier caso, una de las corrientes de la poesía de todos los tiempos, con claras raíces en el mundo oriental, se concentra en las cosas pequeñas de la vida. Y uno de mis autores favoritos de esta corriente es José Corredor-Matheos (Alcázar de San Juan, 1929). No soy el único al que le gusta porque con su libro anterior, El don de la ignorancia, obtuvo el premio nacional de poesía en 2005. Es aquel un libro tan hermoso que crece conforme nos alejamos de él, exactamente como ocurre con el vuelo de las aves. Habla de la importancia de una mosca, de que el gorrión no sabe que es gorrión, de cómo el infinito cabe en un cántaro, de cómo la realidad se adelgaza hasta alcanzar el espesor del canto de una hoja, del fugitivo placer de la inexistencia, de que en la luz está el misterio de lo permanente.

Ahora Corredor-Matheos ahonda en aquellas sendas con un nuevo libro, que lleva el desconcertante título de Un pez que va por el jardín. Un libro que huele a árboles y a pájaros, escrito por un estoico que oscila entre lo naíf y el budismo zen. Insiste en que la razón es un lastre: “cómo cuesta aprender / a ver las cosas / que comparten tu vida”. Nos dice que “no hay soledad que pueda compartirse”, pero que uno puede enriquecerse si es capaz de ver las cosas, simplemente: “contemplas ese perro / vagabundo / y te sientes perdido / como él”.

Son poemas caminados, que se debaten en ese umbral casi imperceptible entre el sentir y el pensar: “Qué dolor alejarme / de estos árboles / y olvidar lo que soy: / sólo un árbol en busca de raíces, / bajo el brillante manto / de la lluvia”. Cierto que sus intensidades están algo más diluidas que en el libro precedente, pero también cierto que nos susurra que nuestra verdadera vida está en lo pequeño y en lo cotidiano y que se nos escapa si dejamos que pase sin contemplarla por ir siempre en busca de emociones más fuertes: “Hay algo que me dice / que ni el sauce ni nada / de lo que fuera mío / he de considerarlo / perdido para siempre.”

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