Miércolas

El miércoles pasado, conocido por miércoles de ceniza, como todos los años desde hace doce, algunas mujeres de mi pueblo se levantaron muy temprano, antes de que cantaran los gallos, para que les diera tiempo a apuntalar y a colocar con mimo los personajes que llevan preparando desde diciembre. Cuando salimos a la calle, los monigotes ya estaban esperándonos frente a las puertas y los portones de las casas, en los soportales, delante de las columnas. Para quien no los haya visto, son muñecos de tamaño humano, elaborados a propósito con tosquedad, para que se parezcan a los que se sacaban en tiempos remotos, antes de que se perdiera la costumbre, que eran de paja y que iban vestidos con las camisas desechadas y los pantalones y las faldas más zurcidos que contuviera el arcón. Fina Ortega y sus socias de Antigua Tradición han conseguido devolver a la normalidad de la vida, a la rutina del año, este acontecimiento singular con el que acaban los carnavales y en Chinchilla se quema la sardina.

Amaneció soleado, es decir que el tiempo acompañó, aunque fuera a costa de este veranillo inquietante que nos está regalando febrero. Y fueron muchos los chinchillanos y también los albaceteños, que se asomaron a ver la escuela de Miércoles en la puerta del Sol de la iglesia, y el nacimiento con cigüeña de la puerta de la Dalia, y los dentistas en distintos lugares, y las bordadoras, y los espigadores, y hasta a una pareja en moto, entre otras muchas ocurrencias. Me contaba Santiago los sudores que le había costado enderezar la moto atándola con cables a las rejas, y luego conseguir que los muñecos permanecieran firmes sobre su lomo. Pero el trabajo mereció la pena porque ganó el primer premio, aunque ni él ni la mayoría de los que sacan Miércoles pensaba en el concurso (que es una añadidura institucional) porque disfrutan más con ver que la gente pasa y se asoma a mirar qué dicen los monigotes a través del cartel que llevan pegado al pecho, que suele contener chanzas rimadas, confusas malicias sin maldad.

A la hora del café es costumbre recorrer en grupo el circuito formado por todos los Miércoles detrás de una charanga que interpreta canciones de carnaval. Las mesas camilla que los acompañan ofrecen entonces la mejor invitación, a veces unos rollos de vino, o unos bizcochos regados con mistela que saben a delicia y que desaparecen como por ensalmo de los platos que sostienen sus creadoras. Algunas recuerdan que en la parte alta del pueblo llamaban a los monigotes Miércolas y que las subían con cuerdas, una vez ensilladas, a las ventanas altas y los balcones de las casas. El rumor de los recuerdos se agita con la música y con la mistela para ir añadiendo alegría a la comitiva conforme avanza por las calles sinuosas, y al final muchas mujeres se enlazan de los codos y avanzan bailando al ritmo de la charanga.

Viéndolas se despereza la memoria incluso de lo que uno nunca ha llegado a ver. El pueblo se aleja del presente para volver a ser el pueblo de sus raíces, con la alegría de todas las generaciones fundida en esas mujeres, en nosotros mismos que las observamos con la sonrisa puesta, con la mirada tropezando de pronto en rincones, aleros, murallas de la ciudad que siempre han estado ahí, pero que de no ser por esta correría jamás hubiéramos descubierto. Necesitamos los ritos para que nos devuelvan al ser tribal que fuimos, para sentirnos herederos de un lugar, de una costumbre, para no perder el pie en el torbellino sin alma de la tecnología.

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