Gramáticos

En una nave industrial que había servido para la fabricación de camisas tuvo su precaria redacción el diario Albacete. Allí los redactores nos afanábamos bajo la luz mortecina de los fluorescentes en medio de una nube permanente de tabaco rancio. El olor de aceite y de tinta que exhalaban las máquinas de escribir daba a nuestro trabajo una dimensión épica. Con una cierta frecuencia nos visitaban colaboradores espontáneos con folios manuscritos, a veces casi ilegibles, que siempre eran publicados en aquel periódico en el que a nadie se le negaba una columna. Uno de los menos dotados se presentó un día anunciando que estaba escribiendo una gramática nueva del castellano para mejorar los engranajes del idioma que según él funcionaban defectuosamente. Tras haberlo atendido con una sonrisa servicial en los labios y después de verlo marchar, el periodista de guardia, harto de corregirle anacolutos en sus textos, masculló: “más te valdría conocer la gramática, antes de ponerte a cambiarla”.

Desde entonces para acá he visto a muchos poetas que ni siquiera conocen la métrica convencidos de que están revolucionando la poesía, a muchos pintores que no distinguen los colores fríos de los cálidos creyendo que esta ignorancia les favorece e incluso a músicos que desconocen las leyes de la armonía pregonando sus engendros. Y pobre del que les insinúe que desentonan porque será tildado de inmediato de retrógrado con el argumento incontestable de que la familia y amigos del artista sí que entienden su obra y se emocionan con ella. Existe un convencimiento general de que basta con la intuición para ser un creador válido en cualquier faceta y de que si la creación no se ajusta a reglas armónicas, uno siempre puede inventarse otras reglas donde la propia obra encaje a la manera de Groucho Marx cuando anunciaba: “estos son mis principios; si no te gustan, tengo otros”.

Sin embargo aún hay quien piensa que sólo cuando uno sabe dónde están los límites puede de verdad traspasarlos para ser innovador. El proceso requiere una fase previa imprescindible que se llama educación y que precisa ciertas dosis de paciencia y disciplina para aprender a moverse en los confines. Hasta para educar hay un principio elemental: que el que mejor enseña es un profesor bien preparado que pueda ajustar su enseñanza a las necesidades individuales de un número controlable de alumnos. Sale a la luz el informe PISA que nos compara con el resto del mundo y comprobamos que hace tiempo que perdimos de vista esta norma elemental. Entonces la administración, en vez de proponer medidas de cambio, hace como el gramático improvisado del diario Albacete, es decir traduce el informe a su conveniencia: “estamos mal, sí, pero mucho mejor que en los tiempos de Mari Castaña”.

Y sin embargo, la solución es sencilla: bastaría con preparar bien a los profesores y asegurarse de que haya suficientes para atender a cada alumno según sus necesidades. Claro que resulta un cambio difícil de financiar si, como anuncian, van a bajar los impuestos. El otro día en clase uno de los 300 adolescentes que tengo asignados, y a los que según el principio básico de la educación debo dar un trato individual, se revolvía airado ante un concepto que no le convenía. El primer paso para cambiarlo a su medida. Me acordé otra vez del gramático. Al final tendremos en España 45 millones de gramáticas, cada uno la suya. Así no reñimos.

1 comentario:

Puedes expresar tu opinión sobre este artículo